lunes, 29 de diciembre de 2003

Botín de guerra


Tengo en mi biblioteca dos libros que son botín de guerra. Fueron impresos hace tres siglos y se encuentran en buen estado, pese a las circunstancias en que cayeron en mis manos. La palabra botín de guerra no es casual. Y no tengo remordimientos. Uno lo rescaté entre las ruinas de un pueblo fantasma llamado Vukovar, y otro en el incendio de la biblioteca de Sarajevo. Transmitidas las imágenes para la tele –lo primero era lo primero– trabajé después con algunos voluntarios en salvar cuantos libros y documentos pudimos rescatar de las llamas. Fue un día difícil, con los francotiradores y los artilleros serbios –hijos de la gran puta– dificultando la tarea. Así que al final decidí recompensarme a mí mismo eligiendo un libro al azar, sin que ninguno de los allí presentes pusiera pegas. Tal vez pensaban que me lo había ganado.

De vez en cuando limpio y aireo esos libros mientras recuerdo, y reflexiono. Es curioso: crecí entre libros, formé luego mi propia biblioteca, y durante cierto tiempo tuve la seguridad de que, si un día no tenía sucesores dignos de ella, preferiría verla desaparecer antes que dejar mis libros atrás, dispersos, huérfanos, sujetos a la estupidez y a la maldad humana, o al azar. En sueños me imaginaba pegándole fuego a la biblioteca antes de hacer mutis por el foro. Un mechero, gasolina. Fluosss. A tomar por saco. La maté porque era mía.

Háganse cargo. La certeza de la fragilidad de la vida, adquirida en lugares donde bibliotecas y seres humanos se convertían fácilmente en cenizas, acabó convenciéndome de lo provisional que es todo. Por eso nunca quise poner en mis libros una marca de propietario. Ni siquiera una firma. Como asiduo de librerías anticuarias y de viejo, veía demasiadas dedicatorias y ex libris que siempre me causaban inmensa tristeza; la misma que al mirar viejos juguetes o muñecas en un escaparate polvoriento, cuando te preguntas dónde están los sueños y las ilusiones de los niños que jugaron con ellos.

Sin embargo, en los últimos tiempos algo ha cambiado. Tal vez porque envejezco, o porque al cabo uno comprende que el amor a los libros, a las personas, a lo que sea, atormenta demasiado cuando lo perturban el egoísmo, la incertidumbre, el miedo, el deseo de conservar a toda costa, más allá de lo posible, lo que la vida entrega y arrebata con inapelable naturalidad. Caí en la cuenta hace años, al conseguir una primera edición muy deseada. El ejemplar tenía un antiguo ex libris: don Cosme Tal, digamos. Y de pronto pensé: diablos. Si don Cosme Tal, cuyos descendientes, si los tuvo, quizá fueron indignos de conservar este libro, hubiera sabido que alguien, ahora, iba a pasar con cuidado estas páginas, a acariciar la piel de su encuadernación y a acogerlo en una biblioteca junto a otros hermanos rescatados, como él, de los innumerables naufragios de infinitas vidas, sin duda habría sonreído satisfecho, tranquilizado por la suerte de ese libro que amó hasta el punto de marcarlo con su nombre y su emblema.

Ese día, supongo, comprendí que un libro, como todo, es sólo un depósito temporal. Que al fin desaparecemos mientras la vida sigue, y que los libros también deben vivir su aventura, sujetos a los avatares e incertidumbres de la existencia. Morir, vivir, deshacerse entre las manos de lectores, ser víctimas de la ignorancia, la barbarie, la maldad. Y así, con el tiempo, los supervivientes, uniéndose y separándose unos de otros, como hacemos los hombres que los crearon, llevan en sus páginas y en su encuadernación su propia historia. Su propia vida.

Por eso ya no sufro por mi biblioteca. Sé que un día se verá destruida o dispersa, pero no me angustia esa idea. Aunque algunos de mis libros se pierdan o perezcan en esa diáspora inevitable, otros volverán al mundo para ser rescatados de nuevo y hacer la felicidad de afortunados lectores que tal vez no han nacido todavía. Y un día, quizás, esos lectores pasarán sus páginas con el mismo cariño y atención con que yo lo hice. Y cuidándolos, atesorándolos, leyéndolos, tal vez intuyan en esos viejos y nobles libros las huellas centenarias de las manos que los acariciaron o maltrataron, los fantasmas sonrientes de quienes nos inclinamos sobre ellos persiguiendo placer, conocimiento, lucidez. En busca de respuestas a las preguntas que desde hace siglos nos hacemos todos.

28 de diciembre de 2003

lunes, 22 de diciembre de 2003

Cerillero y anarquista


No sé cuántas navidades más pasará Alfonso con nosotros. Ojalá sean muchas. Por si acaso, sus amigos del café Gijón organizamos un pequeño homenaje el otro día. Mejor una hora antes que un minuto después. Así que nos juntamos el gran Raúl del Pozo, Javier Villán, Pepe Esteban, Manuel Alexandre, Álvaro de Luna, Mari Paz Pondal, Juan Madrid y un montón más –de los clásicos sólo faltaron Umbral y Manolo Vicent, los muy perros–, habituales de la barra, la tertulia de la ventana, la mesa de los poetas, o sea, clientes de toda la vida, pintores, escritores, actrices, actores. Amigos o simples conocidos que apenas nos saludamos al entrar o salir del café, hola y adiós, pero giramos en torno a ese modesto puesto de tabaco y lotería que Alfonso, el cerillero, atiende en el vestíbulo del que fue último gran café literario del rompeolas de las Españas.

Hace tiempo prometí que un día pondríamos una placa con su nombre donde, desde hace treinta años, asiste a las idas y venidas de los clientes, presta dinero y fía tabaco, te guarda la correspondencia y confirma el generoso corazón de oro que late tras su gesto irónico y el mal genio que asoma cuando le pega al frasco y recuerda que su padre, miliciano anarquista, luchó por la libertad antes de morir en la guerra civil, dejando a su huérfano sin infancia, sin juventud, sin instrucción y lejos del lado fácil de la existencia. Por eso en la placa pone: «Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista. Sus amigos del café Gijón». La redactamos así, en pretérito indefinido, para que Alfonso sepa qué leerá la gente cuando él ya no esté allí. Privilegio ese, conocer en vida el juicio de la posteridad, que está reservado a muy pocos. A grandes hombres, tan sólo. A gente especial como él.

Así que háganme un favor. Si van a Madrid, pasen a saludarlo. Alfonso es la memoria bohemia de Madrid, del café legendario que en otro tiempo se llenaba de artistas famosos, escritores malditos o benditos, gente del teatro, actrices, poetas, vividores, sablistas y furcias profesionales o aficionadas; cuando, por culpa de algún guasón, la pobre señora de los lavabos salía voceando: «Don Francisco de Quevedo, lo llaman al teléfono». Alfonso es monumento vivo de un mundo muerto. Centinela de nuestras nostalgias. Y ese último testigo de los fantasmas del viejo café sigue allí, en su garita de tabaco y lotería, mirando, escuchando en silencio, despreciando, aprobando con ojos guasones y juicio callado, inapelable. De vez en cuando le da el arrebato libertario y monta la pajarraca; como hace poco, cuando sus jefes del Gijón lo tuvieron tres días arrestado en casa, sin dejarlo ir al trabajo, porque Joaquín Sabina se lo llevó a una taberna a calzarse veinte copas, y a la vuelta, un poquito alumbrado, Alfonso cantó las verdades a un par de clientes que se le atravesaron en el gaznate. «Los intelectuales –decía– sois una mierda.»

Ése es mi Alfonso. Con su pinta de torero subalterno maltrecho por el ruedo de la vida. Con sus filias y sus fobias, conciencia viva de una época irrepetible con su historia artística, noctámbula, erótica, golfa. Y con quien, por cierto, seguimos jugando a la lotería que nunca nos toca, en mi caso pagando yo el décimo pero a medias en los hipotéticos beneficios, a ver si salimos de pobres de una puta vez. Y hay que ver cómo pasa el tiempo. A veces estamos charlando, me da el correo, un periódico o un cigarrillo, y me recuerdo a mí mismo jovencito y recién llegado a Madrid, sentado tímidamente en una mesa del fondo. Cuando envidiaba a los clientes habituales que se acercaban a charlar con el cerillero, y soñaba con que un día Alfonso me distinguiera también con su aprecio y su conversación.

El día en que tomé posesión del sillón en la Real Academia Española lo invité, claro. Se presentó repeinado, con chaqueta y corbata –«La primera vez que me la pongo», gruñó cuando le comenté, para chinchar, que parecía un fascista–. Lo que es la vida: le tocó sentarse al lado de Jesús de Polanco, y allí estuvieron los dos charlando de sus cosas, de tú a tú, el cerillero del café Gijón y el propietario del grupo Prisa. Cómo lo ves, Jesús, y tal y cual. Yo en tu lugar, etcétera. Todo con muy buen rollo. Aunque al final, según me cuentan, a Alfonso le dio la vena anarquista y le estuvo dando al pobre Polanco, que escuchaba y asentía comprensivo con la cabeza, una brasa libertaria de la leche.

21 de diciembre de 2003

lunes, 15 de diciembre de 2003

El perchero de la Academia


En la Real Academia Española hay un vestíbulo con percheros y agujeritos para el bastón o el paraguas. Cada académico tiene el suyo, identificado por una tarjeta con su nombre, y ahí encuentra cada jueves el correo. Los percheros se asignan por orden de antigüedad; de manera que, según pasa el tiempo, los académicos que mueren te dejan percheros libres por delante, y los recién llegados los ocupan por detrás. Esto del perchero, me confió el primer día uno de los conserjes, críptico, tiene más importancia que el sillón con la letra correspondiente. Y por fin comprendo lo que quería decir. Durante unos meses, mi nombre estuvo en la última percha. Ahora me corresponde la penúltima, y pronto será la antepenúltima. La antigüedad en la titularidad del perchero suele ir en proporción a la edad del académico; pero no siempre es así. Nombres de ilustres veteranos siguen enrocados en los lugares más antiguos, mientras compañeros jóvenes se van quedando en las cunetas de la vida. En cualquier caso, a modo de indicador simbólico, ese lento movimiento hacia los puestos de más antigüedad equivale a un recordatorio de cómo, poco a poco, todos nos encaminamos hacia la muerte.

Ayer encontré algo espléndido en mi perchero de la RAE. Se trata de un libro editado por la Fundación Menéndez Pidal y por la Academia: Léxico hispánico primitivo (siglos VIII al XII). No es lugar éste para comentarlo a fondo. Diré, simplificando mucho, que se trata de la culminación, parcial todavía, de un glosario proyectado en 1927 por Ramón Menéndez Pidal y ejecutado en su mayor parte por su discípulo Rafael Lapesa para rastrear las primeras palabras escritas de la lengua española –llamarla castellana es una reducción estúpida, además de inexacta– desde el siglo VIII, cuando, entre el latín vulgar, aparecieron los balbuceos del español en vocablos astur-leoneses, castellanos, navarro-aragoneses, gallego-portugueses, catalanes y mozárabes.

Fue una obra complejísima y difícil. En la España medieval no había diccionarios, y las voces romances de ese mundo lejano carecen de forma única, camufladas en textos escritos con letra gótica y frecuentes arabismos. Lapesa empezó a trabajar en su glosario con diecinueve años y murió a los noventa y tres sin verlo revisado ni publicado como tal, pese al esfuerzo de toda su vida, incluida la angustia de poner a salvo la documentación durante los bombardeos de la guerra civil. Ahora dirige la edición don Manuel Seco –uno de los más perfectos académicos que conozco–, quien ya trabajó con Lapesa en el Diccionario Histórico de la Academia. El Léxico, por supuesto, interesa sobre todo a especialistas e investigadores; pero también es fascinante para el curioso que recorre sus páginas. Asistir a la afirmación, por ejemplo, de la palabra mujer tras seguir sus peripecias durante dos siglos – mulier, muliere, mulie, mullier, mullier, muler, mugier–, o comprobar como la palabra hombre se abre camino desde el año 844 a través de homo, omne, huamnne, uemne, homne, produce un estremecimiento de gratitud hacia los hombres tenaces que se quemaron los ojos cuando la informática aún no facilitaba estas cosas, y había que escudriñar con tesón y paciencia textos y más textos, fichando, ordenando, anotando. Luchando, además, contra la incomprensión y la imbecilidad de quienes, antes como ahora, tienen la obligación de apoyar estos esfuerzos, pero ven más rentable gastarse la pasta en demagogias electorales.

He dicho alguna vez que en la RAE hay dos clases de académicos. Unos son los imprescindibles, los maestros: curtidos filólogos, lingüistas, lexicógrafos. Sabios que hacen posible culminar obras como ésta. Generales honorables, en fin, que con su esfuerzo callado y su ciencia pelean en la trinchera viva del español usado por cuatrocientos millones de hispanohablantes. Otros, allí, somos los humildes batidores que hacemos almogavarías y forrajeos en el campo de batalla, regresando con nuestro botín para ayudar en lo que haga falta: escritores, científicos, historiadores, economistas. Reclutas, o casi, en contacto con la calle. La fiel infantería. Por eso, llegar un jueves y encontrar de oficio, bajo el perchero, un libro como éste, resulta un privilegio. Tenía razón el conserje: un perchero en la RAE importa más que un sillón con tu letra. En la sala de plenos todos los académicos son iguales. En las perchas centenarias late el largo camino que ha recorrido cada cual.

14 de diciembre de 2003

lunes, 8 de diciembre de 2003

El viejo amigo Jack Aubrey


Estamos al otro lado del mundo en un simple barco de madera, pero este barco es un trozo de nuestra patria. Hoy vamos a luchar por nuestra patria»… Hace falta tener muchos huevos y pocos complejos históricos, o sea, hay que ser británico –australiano en este caso, como el director Peter Weir– para meter esa frase en una película, a estas alturas de la feria, y que encaje con perfecta naturalidad. O sea, que uno ve Master and commander, la extraordinaria versión cinematográfica de las novelas navales de Patrick O’Brian con las aventuras del capitán Jack Aubrey y su amigo el doctor Maturin, y a la satisfacción de ver la que sin duda es la mejor película marinera desde Moby Dick, une la admiración por el modo en que los anglosajones, es decir, los perros ingleses y sus derivados, son capaces de abordar narrativamente su memoria histórica, mantenerla viva y fresca, y convertirla, además, en un relato apasionante que te agarra por el pescuezo.

Les juro a ustedes por mis muertos que hacía mucho tiempo que el cine no me deparaba dos horas de felicidad tan absoluta. He disfrutado como un gorrino en un maizal. Si para un espectador normal, de infantería, la película es una magnífica historia de aventuras navales, para los que pertenecemos a la cofradía de lectores de las novelas de Patrick O’Brian –de quien, por cierto, acaba de publicarse aquí la última de las veinte que componen la serie, Azul en la mesana–, la película interpretada por Russell Crowe, clavado en el papel de capitán Aubrey, es, amén de perfecto estudio psicológico de personajes, una delicia técnica. Y no sólo por las impresionantes secuencias de temporales y batallas, con las astillas volando por cubierta y los palos desplomándose entre el humo y los cañonazos, sino también, y sobre todo, por la exquisita fidelidad de los detalles náuticos: armas, utensilios marineros, cabuyería, manejo de las velas y la jarcia de labor, indumentaria, tatuajes, cicatrices, suciedad de la vida a bordo. Con el lujo extra de que, para la correcta traducción de las palabras marineras en el doblaje –eterno punto flaco del cine del mar–, los distribuidores españoles recurrieron a Miguel Antón, traductor de las últimas novelas de O’Brian: un joven catalán especialista en terminología naval de finales del XVIII. Que, oigan, está feo que yo lo diga, porque Miguel es amigo mío, pero el cabrón lo borda.

Sin embargo, aparte el exquisito cuidado de esos detalles, lo que se impone viendo Master and commander –mi único disgusto es que no hayan utilizado el título español: Capitán de mar y guerra– es el inmenso placer que a cualquier lector de O’Brian le produce ver navegar y combatir, en imágenes de extraordinaria belleza, a la embarcación en la que tanto ha navegado página tras página: la fragata de 28 cañones Surprise, ese barco mítico cuyo nombre ocupa lugar de honor junto al Pequod, La Hispaniola, el Patna y otros barcos literarios, insumergibles en nuestro recuerdo. Barcos a los que, por cierto, el gallego Alberto Fortes –tomen nota los apasionados del mar– acaba de dedicar un libro bello y melancólico llamado Memorial de a bordo.

Luego, claro, uno se entera de que el rodaje de la película costó ciento cuarenta millones de dólares y que tuvo el asesoramiento entusiasta del Almirantazgo británico, desde pormenores de construcción naval, artillería y maniobra hasta fórmulas matemáticas para determinar el tamaño de un ancla. Y claro. Resulta inevitable comparar. ¿Imaginan aquí? ¿Se hacen a la idea de un guión con un diálogo como el que abre este artículo sobre la mesa de un ministro o un político?… En este país de gilipollas, donde no es precisamente asunto histórico lo que falta para el cine, todo cristo se la habría cogido con papel de fumar, no fuera que se ofendiese tal o cual autonomía, o se trataran cosas irritantes para éste o para aquél. Cuidadín. Aquí, cualquier cosa que tenga que ver con la palabra España queda descartada por conflictiva, y a lo más que llegamos es a las películas caspa de Vicente Aranda, con unos cuantos imbéciles calificando Juana la loca o Carmen de obras maestras. Que tiene pelotas. A eso añádanle el compadreo y la poca vergüenza. No quiero imaginar lo que pasaría si en España se destinaran ciento cuarenta kilos de mortadelos a una película. Dos de cada tres productores se embolsarían ciento veinte, y con el resto harían una puñetera mierda.

7 de diciembre de 2003

lunes, 1 de diciembre de 2003

Sus muertos más frescos


Una noche, justo a principios del mes que ahora termina, me vi asaltado por un grupo de niños vestidos de familia Adams, las caras pintarrajeadas de colorines, túnicas negras y gorros de punta, que llevaban una calabaza y linternas. ¡Halloween!, gritaban los pequeños hijoputas. ¡Halloween! Y cuando me detuve, rodeado como Custer en Little Big Horn, un enano de unos ocho años, disfrazado de una mezcla entre Drácula y Rappel, me miró con mucha fijeza y, asestándome el haz de la linterna en el careto, espetó, amenazador: «¿Trato o truco?». Dudé, consciente de la gravedad del asunto. «¿Qué tengo que decir?», pregunté con el viejo instinto profesional de quien pasó veinte años por esos mundos, eludiendo controles de psicópatas uniformados y con escopetas. «¡Trato!», aullaron los pequeños gusarapos. Lo dije, y todos extendieron la mano. Resignado, hurgué en los bolsillos y compré mi libertad y mi vida a cambio de tres euros y cuarenta céntimos. Ojalá os lo gastéis en reparar la videoconsola, pensé. Cabrones. Seguí camino, y a poco me crucé con un grupo de jóvenes y jóvenas, ya más cuajaditos, que pasaban tocando el claxon de sus Polos y sus Focus, vestidos de Freddy Kruger y gritando ¡Halloween! por las ventanillas. Y me dije: rediós. Lo que hace la tele. España. Primeros de noviembre. El país de los cementerios mediterráneos, de los huesos de santo y de don Juan Tenorio, donde nunca hubo una bruja suelta porque las quemábamos a todas. Y ya ves. Ahora todos vestidos de Harry Potter y haciendo el gilipollas.

Porque ya me contarán ustedes qué carajo tiene que ver lo de Halloween con aquí, la peña. Esa murga de la calabaza es costumbre anglosajona, creo, llevada a Norteamérica por los irlandeses rebeldes que su graciosa majestad británica deportaba a las colonias con redadas de putas inglesas, para que unos y otras se aparearan cual conejos, repoblando las tierras que el exterminio de los indios -ejecutado, claro, en nombre de la razón, la libertad y el progreso- dejaban vacías. Sí. Nada que ver con los sucios y grasientos spaniards, que además de colonizar por vulgar ansia del oro, preñaban a las indias y hasta se casaban con ellas, los degenerados, llenando América de sucios mestizos que ahora le oscurecen la piel y el idioma a los votantes de Arnold Schwarzenegger o de George Bush, mis aliados predilectos. Y que se jodan.

Pero me desvío del asunto. Y el asunto es que soy consciente de que, si leen esto, mis sobrinos van a decir que el tío Arturo es un antiguo y un fascista; pero qué le vamos a hacer. Tal vez vestirse como draculines, pedir viruta o caramelos o irse a bailar y soplar calimocho disfrazados de Chucky el Muñeco Diabólico sea más divertido. A lo mejor. Pero cada cual tiene sus gustos. Puesto a manejar calaveras, prefiero el día de Difuntos mejicano, que sí es hermoso, bellísimo como espectáculo y entrañable como conmemoración, lleno de tradiciones, de arte, de sentido y de respeto. Por favor. No me comparen a una pequeña Morticia gritando ¡Halloween! como una tonta del culo, con un crío mejicano que, junto a un altar de Difuntos barroco puesto por los familiares y vecinos en la casa, la calle, la iglesia o entre las tumbas del cementerio, te recuerda que es noche de Ánimas mientras pide un peso «para la calaverita».

Y es que yo nací hace cincuenta y dos años, cuando no había puta televisión que nos contaminara de imbecilidad gringa. Así que háganse cargo. Mi infancia, he dicho alguna vez, transcurrió junto a un mar azul, viejo, sabio como la memoria, en cuyas orillas crecían olivos y viñas, y por el que vinieron, desde Levante, las cóncavas naves negras, el latín, los héroes y los dioses: todo lo que, en cierto modo, siguió luego camino hacia México y otros lugares donde hoy se habla y se lee en español. Crecí educado en esa certeza, oyendo cada noche de Difuntos –entonces esa noche aún se llamaba así– recitar a mis abuelos los versos del Tenorio, y visité con mis hermanos y mis primos, cada primero de noviembre, cementerios blancos donde mujeres vestidas de negro arreglaban ramos de flores junto a lápidas con inscripciones resignadas y serenas. Lápidas en cuya lectura aprendí, mucho antes de leer a Jorge Manrique, que la muerte no es horror, sino descanso. Así que no les extrañe que, con semejante currículum en el saco marinero –el mismo que tienen muchos de ustedes–, cuando vea a los de Halloween y a la madre que los parió, me acuerde, como en la maldición gitana, de sus muertos más frescos.

30 de noviembre de 2003

lunes, 24 de noviembre de 2003

Últimos años con Marsé


No había nadie, rediós. O casi nadie. Estaba allí Juan Marsé en persona, y se habían juntado cuatro gatos: medio centenar de alumnos de la universidad de Barcelona, algún profesor y dos o tres periodistas. Hacíamos más bulto los invitados, los amigos del escritor y los estudiosos europeos y norteamericanos especialistas en la obra del homenajeado. Y al contar cabezas me quedé de pasta de boniato. Anda la leche, pregunté. Dónde carajo están todos. Profesores, catedráticos, concejales de cultura. Gente así. Hasta ese momento había creído que un simposio internacional de tres días y quince conferencias y mesas redondas, una detrás de otra, sobre la obra del autor de Últimas tardes con Teresa, en la ciudad que tiene el privilegio de contarlo entre sus vecinos, sería un tumulto de gente dándose de hostias en la puerta para conseguir un asiento desde el que asistir al despiece minucioso de la obra de quien, con el buen abuelo Delibes, es uno de los dos grandes novelistas españoles vivos de la segunda mitad del siglo XX. Pero nasti de plasti. A pocos metros de allí, por los pasillos de la universidad, me había cruzado con profesores y alumnos que salían de clase. Algunos de esos profesores, pensé, enseñarán Literatura. Supongo. Cobrarán un sueldo por eso. Y en vez de estar ahora sentados aquí con sus alumnos, zascandilean por ahí tomando un café o rascándose los académicos huevos. Imbéciles.

Marsé, por supuesto, estaba a lo suyo. Impasible, con su cara de tipo duro, que a mí me gusta asociar con la de un viejo boxeador marcado por la vida, respondía a las preguntas de los conferenciantes y del público con la cachaza tranquila de quien lo tiene todo muy claro. Oyéndolo hablar de su personalísimo territorio novelesco, de cómo sus voces narrativas, hijos, sobrinos o nietos de héroes cansados cuentan el ocaso de hombres curtidos en cien batallas que terminan llorando como niños por las tabernas, no pude menos que recordar unas palabras de Rafael Chirbes aplicando a Marsé lo que el poeta Cernuda dijo en cierta ocasión del novelista Galdós: es tan grande que sabe colocarse a la altura de sus personajes, incluso de los más abyectos, poniéndose con ellos tan a ras del suelo que los tontos y los pedantes lo toman por pequeño.

Y nada más cierto, oigan. Que de tontos y pedantes Marsé sabe un rato largo. A estas alturas nadie discute ya su talla literaria, ni el peso decisivo que su obra tiene en la literatura española contemporánea –mis favoritas son Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, La oscura historia de la prima Montse y el cuento Teniente Bravo–. Pero no siempre fue así. En las hemerotecas hay pruebas clamorosas del ninguneo al que lo sometieron, en su día, los mandarines de la alta literatura y las bellas letras. Pero, claro. En otro tiempo comunista –del Pecé francés de Francia, ojo, un sitio serio– incómodo para los pijos de la alta burguesía catalana y las chochitos locos que jugaban a ser izquierda de barra de bar, Marsé tuvo y tiene, encima, el descaro de escribir en español y de seguir ejerciendo de mosca cojonera para el nacionalismo pujolista, sus epígonos y derivados; que, en la obsesión por tener a toda costa un Nobel que escriba en catalán, llevan años promocionando a un paniaguado mediocre llamado Baltasar Porcel. Que no tiene nada que decir, y a quien, además, nadie hace ni puñetero caso.

Lo cierto es que Marsé dejó atrás hace tiempo la línea de sombra a partir de la cual la envidia y la mala fe ajenas dejan de hacer daño a un novelista, sometido ya al juicio inapelable de sus lectores. Por eso llama tanto la atención que los presuntos responsables culturales de la ciudad donde vive –una ciudad que siempre hizo de la cultura su emblema– miren hacia otro lado en momentos como éste. Y claro. Te preguntas si saben lo que tienen. O si lo merecen. Me refiero al lujo de decir a los jóvenes estudiantes: mirad, en esta calle, en esa casa, vive Juan Marsé. Un escritor grande con quien todavía se puede hablar, porque está vivo. Pero no. Esperan, como siempre, a que palme. Entonces se volcarán en incienso al novelista ausente e imprescindible. Gran pérdida, etcétera. Lo que ignoran esos oportunistas es que Marsé y yo hemos discutido ya el asunto, entre uno y otro vaso de vino. Si le sobrevivo –aunque nunca se sabe– he prometido escribir un largo y detallado artículo, aquí o en donde toque. Se titulará: «A buenas horas, hijos de la gran puta».

23 de noviembre de 2003

domingo, 16 de noviembre de 2003

Más imbéciles que malvados


A veces me acuerdo de ese diálogo en el que, conversando dos amigos, comenta uno: «Somos gilipollas», y al decir el otro «No pluralices», responde «Vale. Eres gilipollas». Quiero decir con eso que en esta página suelo asumir sin demasiados complejos mi cuota de gilipollez. Cuando juro en arameo procuro recordar que soy tan culpable como cualquiera. Ya no hay nadie inocente, y nos dividimos en general, salvo excepciones dignas del National Geographic, en dos categorías: los malvados y los imbéciles. Que no sólo son categorías compatibles, sino que a veces una lleva a la otra. George Bush es una muestra de cómo la imbecilidad puede convertirte en malvado. Y en España, para qué hablar. Recuerden al imbécil de Roldán, el ex director de la Guardia Civil, que terminó en malvado de película casposa de Pajares y Esteso. Pero también se da el proceso inverso. Javier Arzalluz, por ejemplo: un hombre lúcido e inteligentísimo que ha terminado escupiendo odio por el colmillo cada vez que abre la boca. A eso me refería. A veces, con su ejercicio continuado, la maldad o la mala fe pueden convertirte en un imbécil.

Lo que sí creo es que, en conjunto, somos más imbéciles que malvados. De momento. En España y en otros sitios. Lo que pasa es que aquí, claro, se nota más. Alguna vez he dicho que nunca en la historia de la Humanidad hubo, como ahora, tanto gilipollas gobernando, haciendo política, dictando leyes y normas, estableciendo lo socialmente correcto, controlando la cultura, la moda, el feminismo, el cine, las tertulias, el periodismo, creando opinión pública, influyendo en lo que vemos, comemos, vestimos, leemos, soñamos. Basta escuchar la radio, ver la tele, hojear un diario, oír hablar de delincuencia, de inmigración, de jóvenes, de religión, de automóviles, de lo que sea. Los imbéciles están en todas partes. Lo curioso, cuando miras alrededor, es que en realidad la gente no es así. Pero poquito a poco, como una enfermedad taimada que se va infiltrando a la manera de las películas aquellas de marcianos ladrones de cuerpos y cosas por el estilo, cada día que pasa todos nos parecemos cada vez más a esos ciudadanos virtuales que los imbéciles y los malvados se empeñan en fabricar. Los medios de comunicación masiva se han convertido en inmensos catálogos de publicidad, tendencias y reclamos. En tiranuelos de la imbecilidad de turno que se debe hacer, leer, decir, llevar. Ser. Algo imposible, desde luego, sin la complicidad de los receptores del mensaje; sin el aplauso y refocile de las víctimas, incapaces del menor sentido crítico ante el modo en que se deforma la realidad para adaptarla a las tendencias impuestas o por imponer.

De los últimos tiempos conservo, entre muchas, dos perlas ad hoc. Hace un par de meses me quedé de piedra pómez viendo un programa de la tele sobre la vuelta al cole y la moda juvenil para el nuevo curso. Ilustrando las tendencias de este año salían unas nínfulas uniformadas de colegio, con libros y mochilas, vestidas con escuetas minifaldas escocesas, calcetines, zapatos de tacón de aguja y camisas abiertas hasta el piercing del ombligo, maquilladísimas con cara de lobas agresivas y una pinta de putas que tiraba de espaldas. Y lo más gordo es que después he visto por la calle colegialas vestidas así. O casi. Pero la mejor es la otra perla. Mi premio Reverte Malegra Verte a la imbecilidad del año 2003 se lo lleva un recorte de suplemento dominical –menos mal que no es éste– titulado La dignidad que esconde una chabola, donde el asunto consiste en demostrar que la pobreza no significa falta de imaginación a la hora de buscar soluciones que hagan acogedor un entorno. Nada de eso. Por Dios. También los pobres tienen su puntito. Y más ahora, cuando a los poblados chabolistas se les llama, hay que joderse, barrios de tipología especial. Así que, para demostrar que una chabola puede ser tan imaginativa y de diseño como un chalet de Ibiza, se muestran diversas fotografías de casas gitanas cutres, imagínense el paisaje, con relamidos textos estilo Architectural Digest: “Los materiales predominantes elegidos son la chapa, la madera y el cartón”, dice un pie de foto, para añadir que la chabola «cuenta con un solo espacio funcional que sirve como cocina, sala de televisión, baño y dormitorio». Y remata: «La solución para sostener el techo es una viga apoyada en un divertido bidón relleno de hormigón». Lo juro. Tengo el recorte. Y somos imbéciles. No me pidan que no pluralice.

16 de noviembre de 2003

lunes, 10 de noviembre de 2003

Soldados perdidos de Dios


El otro día volví a ver La misión, esa película extraordinaria que cuenta la rebelión de los jesuitas contra las autoridades coloniales y eclesiásticas a mediados del siglo XVIII, cuando las poblaciones ignacianas del Paraguay fueron entregadas por España a Portugal. En la guerra que aplastó a los pobres indios sublevados, algunos padres de la Compañía de Jesús tomaron partido, combatiendo como leones para defender a quienes llamaban sus hijos. Eso ocurrió diecisiete años antes de la expulsión de los jesuitas de España por Carlos III, y veintitrés antes de que el papa Clemente XIV decretara la supresión, que duraría casi medio siglo, de la orden aprobada a san Ignacio en 1540.

Aquella rebelión me fascinó de jovencito, cuando leí unas relaciones en las que padres de la Compañía contaban cómo dirigieron, con disciplina y tácticas militares, la lucha contra los portugueses. Tal vez por eso, por el desgraciado destino posterior de la orden, su carácter español y el detalle, importante para un lector mozo, de que Alejandro Dumas convirtiese al mosquetero Aramis en superior de la Compañía en El vizconde de Bragelonne, atribuí siempre a los jesuitas un carácter romántico, orgulloso, duro. Después supe que aparte de misioneros, científicos y educadores, también fueron, a ratos, nocivos para la libertad y el progreso, y que la ruina les vino de su propia arrogancia. Mas, pese a todo –incluido el rencor que, como español, profeso a la Iglesia católica desde el concilio de Trento por el vivan las caenas que cargo a su cuenta–, mi simpatía por la milicia de san Ignacio no llegó a extinguirse nunca. Más bien se renovó cuando, siendo reportero, anduve por ahí con jesuitas de mucha talla intelectual que no predicaban mansedumbre y sumisión, sino que se batían el cobre: unos con la teología de la liberación en la boca y otros con un fusil en las manos. Pidiendo que esta vez los dejaran equivocarse a favor de los pobres, pues durante mucho tiempo la Iglesia se estuvo equivocando a favor de los ricos.

En los últimos veinticinco años los han vuelto a machacar. Empezando por el padre Arrupe, superior de la orden, que después de haber sido ojito derecho de Juan XXIII y Pablo VI, apuntándose con su tropa a los aires renovadores, acabó en Roma como furcia por rastrojos, hasta que lo hicieron dimitir y se acabó la primavera romana de la señora Stone. Aquella apertura apoyada por los jesuitas, el compromiso activo del concilio Vaticano II con los infelices y oprimidos de la tierra, hizo mutis con el cerrojazo polaco de Karol Wojtila, para quien la piedad, el dogma y la ortodoxia cuentan más que el debate libre y la justicia social directa. Apenas elegido, Juan Pablo II cambió la teología de la liberación y los curas obreros por el freno y marcha atrás, la parafernalia viajero-mediática, el dú-duá de las amigas Catalinas y el arrinconamiento del ala progresista de la Iglesia, incluso de las órdenes religiosas tradicionales, en beneficio del Opus Dei, los Legionarios de Cristo y otros movimientos ultraconservadores que han florecido en el mundo al socaire de Roma. Y en España, para qué les voy a contar.

Y ahí están, los chicos de san Ignacio. Puteadísimos. Su actual prepósito, el padre Kolvenbach, intenta templar gaitas. Las heridas y recelos, dice, se han superado. Quizá sea verdad, en parte; pero el precio fue alto, y lo sigue siendo. En las dos últimas décadas, el atrevido movimiento misionero de los jesuitas, su compromiso intelectual y su orgullosa independencia, los ha hecho clientes habituales de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes llamada Inquisición. Como antaño, aunque más suave de modales, Roma disciplina a las ovejas que no marcan el paso. Ad tuendam fidem. Y así, muchos jesuitas castigados, amordazados o hartos, cayeron por el camino: 10.000 bajas en veinte años, y sólo 929 seminaristas, hoy. Casi una limpieza étnica.

Tal vez por eso me siguen gustando esos tíos. Aunque sus jefes de ahora no tengan otra que envainársela y doblar el pescuezo, mucha tropa sigue fiel al compromiso radical con los pobres y la liberación de los pueblos, pese a la que está cayendo. Y a la que va a caer. Supongo que hay mucho de novelesco en mi punto de vista, pero ya ven. Subjetivo que es uno. De algún modo sigo viéndolos como herederos de los arrogantes jesuitas que, con un par de huevos, pelearon junto a sus hijos indios, vendiendo cara la piel. Sin rendirse. Como soldados perdidos de Dios.

9 de noviembre de 2003

domingo, 2 de noviembre de 2003

Huérfano de peluquero


Hay que joderse. Ayer también me quedé sin peluquero. Cuando fui a mi peluquería habitual, La Prensa, esquina a la plaza del Callao de Madrid, la encontré cerrada. Recristo, pensé. Presa de oscuros presentimientos acudí al portero de la casa vecina, y éste confirmó mis temores. Nano se ha jubilado, dijo. El dueño vende el local. ¿Y qué hago?, pregunté. El tipo se encogió de hombros como diciendo: búsquese la vida. Salí a la calle mirando alrededor con cara de no creérmelo. Desamparado como un huerfanito al que se abandona en mitad del bosque.

Nano era el último superviviente. Un peluquero sesentón, veterano. Un artista seguro, infalible. Un clásico. Un día de estos me jubilo, comentó la última vez, mientras me esquilaba con su habilidad de siempre. Quería retirarse a su pueblo, a plantar tomates y criar gallinas. Pero no creí que fuera tan pronto. Después de la jubilación de Andrés, su compañero, sólo quedaba él. No había que darle explicaciones: máquina a tope, como a los soldados, y unos retoques de tijera. La charla y la propina habitual. Con Andrés y con él estaba seguro. La primera vez que entré allí, hace veintiocho años, y me adoptaron como cliente para toda la vida, llevaban tiempo cortándole el pelo a la gente. Solía darles pie para que me contaran recuerdos de cuando Madrid aún era Madrid, y se podía aparcar en la Gran Vía, y tenían por clientes a Antonio Machín, Pedro Chicote, Boby Deglané, Alfredo Mayo y gente así. Cuando las lumis de lujo, con su pelo teñido y el abrigo de pieles pagado por don Fulano o don Mengano, tomaban un café en la esquina, en Fuyma, antes de irse a bailar enfrente, a echar el anzuelo en Pasapoga.

También estaba La Señorita. Había sido un bellezón en los años cincuenta, y todavía lo era. Soltera, guapísima, educada, trabajaba de manicura en la peluquería, y te dejaba las manos como las de un pianista. Siempre le sospeché una antigua historia de amor de las que terminan mal. Solía piropearla suavemente, con tacto. Ya he dicho que seguía siendo hermosa y encantadora. La Señorita fue la primera en jubilarse, allá por finales de los ochenta, por la misma época en que Fuyma se convirtió en un Cajamadrid. Nano y Andrés la echaban mucho de menos. Creo que en el fondo siempre estuvieron algo enamorados de ella. Nunca supe su nombre. Siempre la llamaron La Señorita.

Después se jubiló Andrés. Era flaco y elegante. Hablaba mucho de un hijo del que estaba orgulloso, y cuando empecé a escribir novelas solía darle para él libros dedicados. Andrés era tranquilo, fumaba con mucha clase y siempre pedía perdón y daba las gracias cada vez que te hacía mover la cabeza para un repaso de tijera o navaja. Sus manos olían a loción Floïd y a Guante Blanco. Andrés se tomó la jubilación anticipada, y Nano anduvo mosqueado, porque aquello le parecía una pequeña traición. Pero Andrés siguió yendo por allí, a cortarle el pelo a su antiguo compañero.

Al fin sólo quedó Nano. Bajito, activo, filósofo. Igual que con Andrés y con La Señorita, siempre nos tratábamos de usted. Como una premonición, las últimas veces hablamos de los tiempos que se fueron, cuando había carteles en la puerta de las peluquerías anunciando: Se corta el pelo a navaja. Ya no hay artistas, apuntaba Nano. La gente tiene lo que se merece. Se acaban los viejos profesionales del peine y la tijera. Ahora todo son centros capilares, estilistas y mariconadas. Eso decía, y yo le daba la razón. Supongo que de alguna forma intuíamos que cualquiera de aquellos cortes de pelo sería el último.

El caso es que ayer deambulé angustiado por Madrid, con cara de gilipollas, buscando una peluquería de las de siempre. Pasé en ello toda la mañana, asomándome a las pocas que quedan abiertas. No me convencieron: peluqueros demasiado jóvenes. Por fin, en la calle de la Bolsa, descubrí una donde dos viejos profesionales de pelo gris leían el periódico. Entré como quien busca refugio. Me he quedado sin peluquero, dije sentándome. Uno de ellos apagó su cigarrillo en el cenicero, me puso el peinador por encima y preguntó, impasible: «¿Cómo lo quiere el señor?». Militar, dije. Cuando sentí el chas-chas de las tijeras en el cogote cerré los ojos, confortado. En la radio sonaba, lo juro, el pasodoble Suspiros de España. Con suerte, pensé, tengo para cinco o seis años más. Después, que el diablo nos lleve a todos.

2 de noviembre de 2003

lunes, 27 de octubre de 2003

El subidón del esternón


Lo confieso. Soy un chulo y un prepotente. Acabo de comprenderlo tras la publicación de aquel artículo sobre las artistas y los artistos donde le contaba a mi colega el perro inglés los pormenores de la presentación de un nuevo elepé, o cedé, o como carajo se diga ahora, choteándome de cierta música con mensaje guais del Paraguais, y del compromiso de algunos jóvenes artistas con los valores de las personas humanas y jurídicas. Tras publicarse aquello, un conocido, ejecutivo de discográfica potente, me echó en cara mis prejuicios. Eres un carca, dijo. A ver si te crees que sólo decían cosas Brassens y Brel y Paco Ibáñez, tío. O Serrat y Sabina. Lo que pasa es que los tiempos cambian, y no te enteras. Los de tu generación estáis para echaros a los tigres. Cabrón.

Confieso que me hizo pensar. Lo mismo tiene razón este hijoputa, reflexioné. Así que, dispuesto a salvarme de los tigres a toda costa, me abalancé sobre el Canal Music Channel, o como se llame, y me calcé diez horas de puesta al día. Por fin vi la luz. Y me la envaino: la música actual es tan comprometida como la de antes. O más. Me di cuenta, sobre todo, con una canción comprometidísima de una torda jovencita que no me acuerdo ahora cómo se llama, pero que arrasa. Sin duda porque su último éxito tiene, y ahí me duele, una enjundia de la leche. Fíjense, si no, como empieza: Fin de semana, por fin / hoy es viernes, voy a salir. / ¡¡A ponerme ciega!! / Cojo el coche, cruzo Madrid / mientras todos luchan por mí / ¡¡yo me haré la sueca!!... Y reconozcan, como yo lo hago, que ahí arranca ya todo un programa vital, filosófico, apoyado sobre todo en los conceptos ciega y sueca. Que te dejan así, como meditando. Absorto.

Prosigue la letra: En mi buzón mil mensajes nuevos / tengo un plan genial / y subiré a tocar el cielo / ¡¡Y no voy a parar!!... Espero que adviertan el toque juvenil, fresco, de los mil mensajes del buzón y lo del plan genial, pues ambos elementos son claves para apreciar lo que sigue: No quiero irme a dormir / ahora no me muevo de aquí / pues estoy de miedo. / Roces, manos que van más allá de lo que es legal / bajan al infierno... Aparte la extraordinaria rima –lo de estoy de miedo y lo de bajar al infierno son hallazgos sutiles–, todo eso prepara magistralmente lo que viene después: Sexo y alcohol laten en el aire / y en el esternón / qué subidón / ya no hay quién me pare / ¡¡Menudo colocón!!... Admito, llegados a este punto, que esternón junto a subidón y colocón constituye una rima algo arriesgada en lo conceptual. Pero los jóvenes son jóvenes, qué diablos. También Quevedo se arriesgaba, y está en los libros de texto. O por lo menos estuvo hasta que Maravall, Marchesi y Solana decidieron hacer más operativa y actual, con la Logse, la cultura de la niña.

Pero sigamos, que mola un mazo: ¡¡Me voy de fiesta!! / Cargada de copas / casi sin ropa / voy a triunfar. / ¡¡Me voy de fiesta!! / Espérame fuera, quizá yo te suba algo más... Y oigan. Aparte del legítimo afán de triunfo que expresa la chavala, lo último constituye un hallazgo en materia de doble sentido. No sé si ustedes captan el intríngulis. Subidón, ya se sabe. Copichuelas, algún productillo complementario, tal vez. Y la antedicha dispuesta a colaborar, voluntariosa, en la subida o subidón del receptor, presumiblemente varón y en buena forma física. Todo un programa.

Pero el mensaje de verdad, el culmen del texto, es el final. Que dice: Ya sale el sol / mi Amedio y yo / Marco en el ascensor. / Dale al botón / no quiero bajón. Como ven, aparte su intertextualidad con la referencia culta al mono Amedio, el ritmo se vuelve ahora rápido, acelerando a medida que el subidón y el esternón campan a su aire, con esas rimas tras cuyo parto intelectual, la chica, que por lo visto compone sus propias murgas, debió de quedar exhausta. Y fíjense, sobre todo, en el ingenioso doble sentido de darle al botón para que no haya bajón. Porque si uno le da al botón para subir, los ascensores suben. Subir un ascensor es lo contrario de bajar. Y bajar puede asociarse con bajón. ¿Comprenden?. Por eso digo que hay doble sentido. Además, la cantautora es coherente. Sería contradictorio y falto de chicha que, después de salir el viernes a ponerse ciega con mil mensajes en el buzón y el hueso esternón latiéndole a toda hostia con el subidón, al final la pava terminara la noche con un bajón. En tal caso, el mensaje de la canción se iría a tomar por saco. Sí.

26 de octubre de 2003

domingo, 19 de octubre de 2003

La sorpresa de cada año


La verdad es que cuando lo pienso, y sobre todo cuando me toca vivirlo, las vísceras me piden venganza. El problema es que no sé en quién vengarme, porque el enemigo es demasiado confuso, general. Colectivo. Y me incluye a mí mismo, supongo. A fin de cuentas, tengo Deneí de aquí, mayoría de edad y derecho a voto, y soy tan responsable de este desparrame como cualquiera. O sea que también apuesto por mi mismidad, como dirían muchos diputados de nuestro culto parlamento parlamentario; a los que, por cierto, les ha dado últimamente por usar el verbo apostar sin ton ni son, lo mismo para un cocido que para un estofado. Ahora todo el mundo, políticos, banqueros, periodistas, tertulianos de radio, apuesta por eso o por aquello, en lugar de optar, o desear, o elegir, o proponerse, o preferir, o prever. Además de ignorar estólidamente la existencia de los diccionarios de sinónimos, nos hemos vuelto un país de apostadores, que es lo que nos faltaba. Encima de analfabetos, ludópatas.

Pero a lo que iba. Hace un par de semanas tuve la desgracia de que me pillaran las primeras lluvias del otoño en un aeropuerto español. Y el cuadro era como para irse por la pata abajo: vuelos retrasados y cancelados, multitudes desconcertadas haciendo colas larguísimas ante los mostradores de las compañías aéreas, etcétera. Luego, cuando al fin logré llegar a Madrid, del caos aeronáutico pasé al caos urbano: la ciudad, sus accesos y salidas eran una inmensa trampa de coches atascados bajo la lluvia, de accidentes, malas maneras, insolidaridad y desesperación. Y yo miraba todo eso desde la ventanilla del taxi, diciéndome: rediós, alguien –tal vez el Ministerio de Fomento, o uno de esos– tendría que averiguar un día de estos, si no es mucha molestia, cómo se las arreglan en Oslo, o en Londres, o en Reykiavik, donde no llueve, nieva, truena o lo que sea unas cuantas veces al año, sino que se pasan media vida con lluvia, nieve o lo que caiga, y sin embargo funcionan los semáforos, y circulan los automóviles, y los aviones salen a su hora, y no se paraliza medio país cada vez que el Meteosat empieza a dar por saco.

A ver si alguien me lo explica de una puta vez. Veamos por qué un taxi londinense me lleva al aeropuerto lloviendo a mares, y un taxi madrileño, cayendo en ese momento exactamente la misma agua, me tiene dos horas en un atasco, y encima con la radio a toda leche oyendo el fútbol. Es que los guiris tienen más costumbre, suele ser la respuesta. Allí arriba ya se sabe. Además, aquí eran las primeras lluvias del año, la primera nevada del año, los primeros calores del año, las primeras vacaciones del año, el puente tal o el puente cual. Naturalmente, nos pilló por sorpresa, dicen. O decimos. Y luego nos fumamos un puro. Porque ésa es otra: la milonga de la sorpresa. Cómo carajo conseguimos que siempre nos pille por sorpresa todo. Nos sorprende que haya una ola de calor en verano y que venga una ola de frío en invierno, y que en abril caigan aguas mil. Aunque siempre hay previsto algo. Faltaría más. Pero claro, ¿qué pueden hacer los gobiernos y los ciudadanos frente a la conjuración malvada de los elementos? Cero pelotero. Por eso aquí nadie tiene la culpa.

Da igual que las estaciones del año vengan muy bien explicadas en el calendario, que la meteorología e incluso la estupidez humana sean predecibles, que sepamos que en invierno hace frío, que en verano hace calor, que la lluvia moja y que el mar hace olas, y que en cuanto caigan cuatro gotas o cuatro copos, como ocurre año tras año desde hace la tira de siglos, los trenes se retrasarán porque las vías no están previstas para tanta agua, los aeropuertos cerrarán porque no están previstos para tanta niebla, las calles se congestionarán porque no están previstas para tanta nieve, y todos los ciudadanos de este puñetero e irresponsable país, exactamente como cada año por las mismas fechas, volveremos a quedarnos paralizados y con cara de gilipollas. Y, como ocurre por lo menos desde que a Felipe II le hundieron la armada los elementos, nadie, ni los ciudadanos, ni el gobierno, ni el ministerio tal o cual, ni las compañías aéreas, ni los aeropuertos, ni los alcaldes, ni los concejales, ni nadie, se confesará responsable del putiferio. Somos un país de imbéciles inocentes. Aquí nunca apostamos por tener la culpa de nada.

19 de octubre de 2003

domingo, 12 de octubre de 2003

Jurados del pueblo popular


Me sonaba el asunto, así que acabo de remover papeles viejos para comprobarlo. Y sí. En noviembre hará ocho años, mi artículo de esta misma página se titulaba No quiero ser jurado, y en él explicaba las razones en mi constructivo tono habitual. Nunca en este país de hijos de puta, era más o menos la conclusión del asunto. A estas alturas de la feria no voy a tirarme pegotes, porque tampoco era difícil prever lo que se avecinaba; pero ahora, después de lo del fulano que se cargó a los ertzainas y la metida de gamba con Dolores Vázquez y compañía, debo reconocer que me quedé corto. Y además, rectifico. Entonces sostuve que era mejor no depender del capricho, antipatía, senilidad o mala digestión de un fulano, sino de doce. Y no. Me lo envaino. Lo de los doce es todavía peor. Lo del jurado popular integrado por el pueblo. Además, hace ocho años todavía no habíamos ganado a pulso el título de sociedad basura que ahora ostentamos con desvergüenza, aunque íbamos de camino.

Me explico. En aquellos tiempos podía tocarte, a lo peor, un jurado de espectadores de Código Uno –ése fue mío durante mes y medio– o de Lo que necesitas es saber dónde. O sea. Basurita más o menos controlable. Los que ahora pueden juzgarte son espectadores contumaces de Gran Tomate, Salsa Marciana y demás. Gente que tiene en la tele exactamente lo que pide. Y lo que pide es espectáculo sin reglas, protagonizado por profesionales de la telemierda. Como la fórmula es eficaz, ya no se limita al ámbito clásico de las bisectrices de Carmen Ordóñez o Sara Montiel, sino que contamina todos los aspectos de la información general. Y así puede verse a cualquier pedorra autocalificada de periodista hablando de derecho penal a las cuatro de la tarde, a un maricón de penacho de plumas y pandereta subido a una mesa explicando cómo habría resuelto él la guerra de Iraq, o a un putón esquinero fichado como comentarista rosa explicando por qué le ve cara de asesina a ésta o aquélla. Amén de las rigurosas encuestas televisivas de costumbre a pie de obra, con los vecinos de la víctima o el verdugo aportando su objetiva lucidez al asunto.

Así que me ratifico. Y digo más. Si hace ocho años no quería ser jurado ni por el forro, ahora, tal y como han ejecutado la cosa, le rezo cada día a San Apapucio y al Copón de Bullas para no caer nunca en manos de doce sujetos cuyo único vínculo con la realidad pueda pasar a través de nuestra puta tele. Me importa un carajo, además, esa falsa polémica que se han montado algunos soplacirios de que el juez es algo de derechas y el jurado es de izquierdas. Si algún día, por ejemplo, me acusan de asesinar a mi editor, de plagiar a Corín Tellado o de darle dos hostias a un catedrático de Murcia, y me van en el lance la libertad o una pasta gansa, prefiero jueces expertos que conozcan su oficio, o mejor –y esto sería mi ideal– jurados mixtos dirigidos por profesionales del oficio, en vez del habitual desparrame popular, acéfalo e indocumentado que los defensores a ultranza de esa modalidad radical, acomplejados como demócratas de hace media hora, creyeron descubrir en las películas gringas, olvidándose peligrosamente de los a veces penosos resultados de esa clase de tribunales en el siglo XIX y en la Segunda República, e ignorando, sobre todo, dónde estamos, quiénes somos, y lo poco que nos dejan ser.

Porque ya me dirán. Si el manejo de un cazabombardero se confía a un experto, no veo que sea antidemocrático negarle el derecho a pilotarlo en exclusiva a una maruja o marujo sin preparación técnica y encima adictos a Qué me cuentas, Corazón. Lo mismo pasa con la administración de justicia, sobre todo en esta tierra violenta, analfabeta y de tan mala leche, abonada para el linchamiento, en la que, cuando cierta clase de pueblo abre la navaja y emite veredicto, no queda resquicio alguno para razones técnicas ni veleidades intelectuales. Frente a eso, para aprovechar el sentido común de la gente de bien, que la hay, y educar de paso a las malas bestias en el ejercicio de las libertades y responsabilidades, no basta entregar la administración de justicia como se arroja bazofia a una piara de cerdos, para que se la repartan a su aire. Hay que orientar, aconsejar, dirigir. En un sistema mixto, un juez decente y eficaz puede ayudar a que los jurados sean decentes y eficaces. A que, en resumen, se haga justicia. Lo demás son complejos y son películas.

12 de octubre de 2003

domingo, 5 de octubre de 2003

Artistas o artistos con mensaje


Total. Apago la tele y llamo al perro inglés. Recristo, le digo. He visto la presentación del último cedé, o elepé, que se decía en nuestros tiempos, de uno de esos artistas que viven en Miami o que pasan por allí. Alejandro Iglesias creo que se llama, o Enrique Bisbal, o igual era una pava, oyes, Paulina Aguilera, Chenoa Rubio o algo por el estilo. Y mira, chaval. Te digo una cosa. Al lado de lo que acaban de ver estos ojitos que se ha de comer la tierra, las presentaciones de nuestros libros, los tuyos, los míos y los del resto de la peña, son una puñetera mierda. Asín de grande, tío. Y ahora estoy con un complejo de paria que me voy de vareta. Igual nos hemos equivocado de oficio, porque acabo de caer en que lo trascendente de verdad no es lo que nosotros hacemos dándole a la tecla, y que tus fiebres y tus lanzas, o los sefardíes y askenazis del otro colega que realquiló tu piso, o mis narcotochos del Sur, e incluso los orgasmos tibetanos de Paulo Coelho, que son la rehostia mística, no tocan ni de coña la médula del asunto. A ver cuando han dicho, por ejemplo, en la presentación de un libro tuyo, o mío, o del yayo Saramago, una perla Majórica como ésta: «El cantante, con una imagen más dura, no está de acuerdo con la sociedad actual y quiere dejarles a sus nietos un mundo mejor». Y es que somos unos tiñalpas, socio. Nos falta mensaje. Teníamos que habernos dedicado a la música.

Imagínate el cuadro. Tropecientos mil fans amontonados, levitando, junto a ochenta cámaras de televisión y trescientos periodistas y periodistos. Parafernalia cibergaláctica. Entradillas para Salsa rosa, Corazón corazón, Crónicas marcianas, Cuate aquí hay tomate, Qué me dices y Qué me cuentas. Una reportera vestida de verde fosforito con cremalleras hasta en los pezones y lentejuelas en la alcachofa del micro, que le dice a la cámara: «Al fin vamos a desvelar un misterio que nos tiene en ascuas: cómo va vestido el Artista». Y en esas, para desvelar este y otros fascinantes enigmas, aparece un alto ejecutivo de la discográfica ataviado con gorra de béisbol y pantalón rapero. «¡Con todos vosotros –larga mi primo– el Artista!». O la Artisto. Y el antedicho o la antedicha aparecen al fin en carne mortal entre aullidos del personal, acoso de cámaras y delirium tremens mediático. El acabose.

El Artista ha cambiado de línea estético-ideológica. Ha visto la luz. Ahora, para protestar contra la guerra, la injusticia, el hambre en Sierra Leona y lo de Iraq, se indumenta con chamarra militar, pantalón de camuflaje, camiseta de la teniente O’Neil, y al cuello le cascabelean, libertarias, unas chapas de identificación del ejército norteamericano. O sea. Una cosa sencilla, espartana, a tono con los tiempos, con un mensaje subliminal que te cagas. Pura metáfora. Además, según informa el ejecutivo –el interesado asiente humilde al escucharlo– para reforzar su compromiso, y que la gente sepa que no se trata de una mera imagen promocional oportunista, el Artista, dice, se ha tatuado el Guernica de Picasso en el huevo izquierdo y parte del derecho, porque no le cabía todo en uno. La basca aúlla entusiasmada y solidaria, encendiendo mecheritos Bic. No a la guerra, sí a la paz, corean miles de gargantas. El Artista sonríe, porque es un chico o chica sencillo y estas cosas, ya se sabe, lo cortan mucho. En su último cedé, nos informa el presentata, no ha hecho otra cosa que comprometerse hasta el páncreas, dando lo mejor de sí por la deuda que tiene con la Humanidad en general y con sus fans en particular.

Demostrando que pese a su modesta casa de Miami con embarcadero particular y helipuerto, no olvida el compromiso con los valores de las personas humanas. Los nuevos temas, remata el ejecutivo presentador, «son escalofriantes». Denuncian la guerra, la injusticia, la violencia de género, la pederastia en Tailandia, el aparcar en doble fila. A destacar la letra –«Descarnada, tremenda», matiza el ejecutivo– de la canción que da título al cedé: La guerra es mala, Pascuala. Llegados ahí, el Artista parece incómodo con que le desnuden su alma en público de esa manera tan inesperada, así que saluda tímido a sus fans, hace ademán de irse, empieza a irse, y al fin, retenido por el clamor popular y, supongo, por el contrato que ha firmado, se para un momento para posar durante una hora y tres cuartos ante las cámaras. Y lo hace con un yenesepacuá natural, espontáneo, como es él. Comprometido. Sencillo. Con mensaje.

5 de octubre de 2003

lunes, 29 de septiembre de 2003

Con o sin factura


La semana pasada, hablándoles de las mafias de la construcción, del trinque municipal y de la pasividad, cuando no complicidad, de la política con el desolador panorama de este patio de monipodio, se me quedó en las teclas del ordenata el asunto del dinero negro, ahora llamado eufemísticamente dinero B. Éste se diferencia del otro, como saben, en que ni se declara, ni paga impuestos, ni nada de nada. Y aunque no tenga ni pajolera idea de economía, cualquiera advierte que buena parte de la alegría mercantil en esta España que parece ir tan bien, como dicen quienes lo dicen, se explica porque hay una masa enorme de dinero negro moviéndose por debajo. Eso, claro, da mucho cuartelillo. También da de comer a la gente, hasta el punto de que al final nadie pregunta de dónde viene, y lo acepta como lo más natural del mundo. Al fulano que vende bemeuves, apartamentos o televisores en color, a sus empleados, a las familias de éstos y a la cajera del súper donde la señora o la suegra o el cuñado hacen la compra, les importa un nabo que el fajo de mortadelos que le ponen sobre el mostrador venga de la especulación urbanística, del atún rojo, de la venta de castañuelas flamencas o del narcotráfico.

Lo malo es cuando todo se vuelve tan natural y público que perdemos la vergüenza. Antes, quienes tenían la suerte de manejar ese tipo de dinero no declarado a Hacienda, abordaban la materia con mucho tacto y con infinitos circunloquios. Pero las cosas han cambiado, la filosofía del pelotazo caló muy hondo en la peña, y nadie se corta un pelo por decir en público que el chalet de cincuenta kilos lo ha comprado con tela B. Incluso se alardea de ello, para marcar distancias con los pobres capullos que van por la vida crucificados ante Hacienda con una perra nómina.

Corríjanme si tienen huevos: en España es casi imposible realizar una actividad económica sin toparse con dinero negro en algún momento de la peripecia. Con la presión fiscal convertida en expolio sistemático del ciudadano honrado, este Estado de mierda ha conseguido que la gente se lo monte a su aire, y al final quienes de verdad pagan el pato son los infelices que carecen de las complicidades oficiales adecuadas o viven de un sueldo controlado por Hacienda. En un país donde el dinero negro se mueve con naturalidad impúdica, desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, desde el fontanero que pregunta si lo quieres con o sin factura hasta el que te vende el coche o la casa, ocho de cada diez fulanos apuntan una sugerencia más o menos explícita, una puerta abierta a la forma de pago, una facilidad a la hora de encajar la morterada, que te ponen los pelos como escarpias. Lo malo es cuando contestas que no, gracias, que lo tuyo es una nómina y no disfrutas de ese tipo de ingresos, o simplemente que no te interesan modalidades alternativas de pago y lo pagas todo por derecho y con factura. Entonces te toman por un tiñalpa o por un perfecto gilipollas. Es más: conozco a gente que no ha podido adquirir tal o cual cosa –o no ha querido– porque el vendedor exigía que la mayor parte del pago fuese en B. Y no hablo sólo de particulares que manejan bienes propios y hacen de su capa un sayo; a menudo quien plantea el asunto es un proveedor oficial de una gran marca, o el agente de una cadena multinacional. O un funcionario público.

Hay numerosos ejemplos con los que podría ilustrarse todo esto. Entre las bonitas anécdotas personales tengo una de hace años, cuando pretendía comprar una casa, y una propietaria, anciana respetable, collar de perlas y sonrisa encantadora, abuela de nietos que estudiaban carreras adecuadas, me planteó sin rodeos que los dos tercios del pago fuesen, dijo literalmente, «en dinero del otro»; y cuando respondí, cortés, que de eso nada, monada, me miró como si yo fuera un muerto de hambre. O el caso de un conocido que quiso venderme una plaza de garaje mitad y mitad, y cuando lo informé de que en materia de pagos sólo pronuncio la letra A, propuso: «Bueno, pues dámelo en talones pequeños al portador, que ya me arreglaré yo con Hacienda». Lo último fue hace una semana justa. Fui a una tienda famosa y potente a comprar unos electrodomésticos; y a la hora de sacar la tarjeta de crédito, el vendedor, hombre amabilísimo, bajó la voz para decirme en plan compadre: «Si paga con tarjeta tendré que ponérselo todo en la factura...» y luego se me quedó mirando, como sugiriendo tú dirás. Y eso fue lo que más me fastidió. El compadreo.

28 de septiembre de 2003

domingo, 21 de septiembre de 2003

Golfos, Ayuntamientos y ladrillos


En el fondo tiene su gracia. Creo. O su maldita gracia. Hace un par de meses, coincidiendo con la crisis de Marbella y con el putiferio de la Asamblea de Madrid, un grupo de trabajo de cuatro universidades europeas, incluida la de Málaga, hizo públicos los resultados de un estudio interesantísimo en el que se atribuía al dinero negro el auge inmobiliario en la Costa del Sol, se alertaba sobre el control político de municipios por mafias de constructores, y se denunciaban los vínculos que a veces se dan entre construcción, delincuencia y política. Los resultados del informe eran estremecedores, sobre todo porque, aunque el estudio se limitaba al litoral malagueño, algunos datos eran aplicables –aparte honestas excepciones, supongo– a la realidad de innumerables municipios españoles, con costa o sin ella. Y la conclusión final era desoladora: en materia urbanística, la corrupción no tiene color político. Cuando se trinca, lo mismo dan tirios que troyanos. Y para más escarnio, los controles ciudadanos, administrativos y judiciales que deberían vigilar todo eso, no intervienen: se ven con las manos atadas, miran hacia otro lado o se llevan su tajada del pastel.

El hecho, como digo, de que la difusión del informe coincidiese más o menos en el tiempo con las crisis de Marbella y de la Asamblea de Madrid, que precisamente ponían de manifiesto los efectos de esa nefasta vinculación de ladrillos y política, me hizo pensar que el asunto daría de sí y que, con las armas proporcionadas por el informe, algunas personas decentes apuntarían hacia aquí o hacia allá, aprovechando para airear el asunto, abriéndose tal vez un debate sobre la corrupción urbanística y sus ramificaciones de todo tipo, incluida una que explica no pocas cosas en la realidad política española: el clientelismo y la subordinación de quienes necesitan esto o lo otro a los grupos de poder instalados en ayuntamientos o gobiernos autonómicos, donde una recalificación de terrenos o una licencia urbanística pueden suponer negocios de miles de millones de mortadelos. Por ejemplo.

Bueno, pues no. Quiero decir que después de publicarse el informe, todos se callaron como furcias. Y ahí siguen, silbando mientras miran al tendido. Y cuando digo todos, digo todos. A primera vista sorprende, claro. Que pongan a tiro la ocasión y nadie mueva una ceja. Pero luego atas cabos. A ver por qué se creen ustedes que cuando un grupo político se reparte el poder en un ayuntamiento recién conquistado nunca hay problemas para nombrar al concejal de Deportes ni a la concejala de Cultura, pero todo cristo se acuchilla sin piedad en torno a la concejalía de Urbanismo. La razón es evidente: porque ahí está la viruta. Y eso pasa lo mismo en la Asamblea de Madrid que en Villaconejos del Cenutrio o en el ayuntamiento de Jaén, por ejemplo, donde a principios del verano los del Pepé aún se estaban dando de hostias entre sí, casualmente por el control del área de urbanismo.

Pero claro, no se trata de eso nada más, en un país donde combatir los delitos urbanísticos y la corrupción política tropieza –que también es casualidad, mecachis– con el hecho de que se haya decidido no perseguir delitos por debajo de los quinientos kilos, que ya es una pasta, y donde nadie pega un puñetazo en la mesa ni se pronuncia a menos que esté muy obligado y se destape el asunto. Y aun en tal caso lo hace con mucho tiento, porque nunca se sabe. O al contrario: porque se sabe. A fin de cuentas, aunque uno sea honrado y limpio como los chorros del oro, cosa que en política ocurre a veces, siempre hay alguien –si no eres tú será un pariente, un colega o un compañero de partido– que tiene un esqueleto enterrado en hormigón. Y así es como se explica, entre otras cosas, parte de la boyante economía de esta España que en materia de negocios va tan de puta madre: un monipodio de compadres que se callan o que trincan mientras ladrones convictos enriquecidos precisamente con la especulación urbanística –otra casualidad– no sólo no ingresan en prisión, ni se les embarga nada porque nada tienen a su nombre, sino que pasan el verano rascándose los huevos en su yate mientras esperan el indulto. Mientras que a una abuela de ochenta años, que cobra una mierda de pensión, se le pasa hacer un año la declaración de la renta y la persiguen hasta la tumba.

21 de septiembre de 2003

domingo, 14 de septiembre de 2003

Se busca Ronaldo para Fomento


Ahora que Jordi Pujol está a punto de jubilarse, me pregunto si no sería posible ficharlo para la política nacional, como a esos jugadores de fútbol por los que se paga una pasta enorme. El ya casi ex honorable presidente de la Generalidad catalana es el mejor político que ha dado la España del último tercio del siglo XX. Su inteligencia y su tacto profesional son para echarle de comer aparte, sobre todo si lo comparas con otros fulanos de su quinta: paquidermos franquistas o paletos neolíticos. El president se los come sin pelar, porque el arte básico de la política es como el de los triles: ésta me pierde, ésta me gana, adivinen bajo qué tapón está la bolita. Se lo lleva muerto la casa, oigan, y ha perdido el caballero. Y claro. En un quilombo como el nuestro, que íbamos camino de ser una democracia seria como la británica y nos estamos quedando en un pasteleo de compadres y golfos estilo Italia de Berlusconi, tener a mano un político eficaz, solvente, fino filipino, resulta más que un lujo: es una necesidad de supervivencia.

Está feo que yo lo diga, lo sé. Pero la idea es cojonuda. A ver por qué esto de la política no puede funcionar como el fútbol, con los partidos y los gobiernos y las autonomías y hasta los ayuntamientos fichando a políticos nacionales y extranjeros con limpia y probada ejecutoria. Un Ronaldo de la economía. Un Beckham de la política exterior. Un Zidane del Fomento. No me digan que no iba a ser la leche. Mercenarios de elite cuyo aval y objetivo fuese la eficacia. Gestores de la política, profesionales rigurosos para devolverle el crédito a un país donde los aficionados y los sinvergüenzas no se limitan a emputecer y a robar, o a dejar que otros roben, sino que encima, a la hora de justificarse, se llevan por delante las instituciones y lo que haga falta, cargándose por un cochino voto lo que costó quinientos años conseguir y un cuarto de siglo sanear, democratizar y consolidar. Quizá se pregunten dónde queda el sentimiento patriótico en todo esto: la bandera y demás. Pero qué quieren que les diga. Entre todos han conseguido ya que lo de patria suene fatal, y las banderas no te digo. Más lealtad a sus colores encuentro en Beckham cuando habla del Real Madrid, que en muchos de los irresponsables, los incompetentes, los demagogos o los hijos de la gran puta que, en esta España que algunos ni siquiera se atreven a nombrar, infaman el paisaje de la política.

Calculen qué diferencia si pudiéramos fichar a gente de pata negra, con pedigrí. Se les da una pasta y el título de español, o de gallego, o de vasco, o de melillense, o de secretario general del Pesoe por cuatro años prorrogables. Que un ministro japonés ha gestionado bien la economía, pues se le ficha. Que un presidente australiano se jubila con brillante historial, millones al canto. La única condición es que todos sean figuras; porque mierdecillas, advenedizos y segundones ya tenemos aquí a espuertas. Se me licuan los tuétanos de gusto imaginando, oigan, un gobierno español donde, por ejemplo, el ministro de Defensa y el de Justicia fueran ingleses; el de Fomento, alemán; el de Hacienda, suizo; el de Educación, francés; el de Cultura, italiano, y el de Deporte, chino. Luego, para la cosa de la transparencia, y a fin de evitar chanchullos y escándalos, podría autorizarse el uso de publicidad, a fin de que sepamos de quién trinca cada cual y cada cuala.

Así, como los deportistas en sus camisetas, los presidentes, ministros, lehendakaris, presidents, consejeros autonómicos y demás, llevarían el nombre o el logo de quienes les endiñan viruta bien visible en corbatas, chaquetas, carteras de mano, alcachofas de micrófonos y paneles al fondo de las ruedas de prensa. Así nadie iba a llamarse a engaño: Truquibanco, Petroyankee, El Honesto Ladrillo S.A., Asociación del Rifle, Ecónomos Reunidos de la Santa Madre. Todo eso, claro, mientras fuesen figuras de primera división.

Después, a medida que se desgastaran o pasaran de vueltas, podríamos irlos traspasando a autonomías de segunda fila, ayuntamientos y sitios así. Y luego, para reciclarlos hasta el final –del político, como del cerdo, puede aprovecharse todo–, a países del Tercer Mundo. No vean lo que iban a presumir en Rascahuevos del Canto fichando para jefe de la policía municipal de su pueblo a Colin Powell, cuando éste dejara de ser director general de la Guardia Civil. O el juego que iba a dar Javier Arzalluz con eso de las tribus en Liberia o Sierra Leona...

14 de septiembre de 2003

domingo, 7 de septiembre de 2003

En brazos de la mujer bombera


Me pregunto qué habrá pasado con las bomberas murcianas. Hace unos meses, el concejal de Extinción de incendios de allí manifestó su empeño de que además de bomberos machos haya también bomberos hembra. «No pararé hasta que lo logre», afirmó públicamente el concejal en cuestión. La cosa venía de que, en las últimas oposiciones al asunto, entre seiscientos aspirantes a doce plazas se presentaron sólo seis mujeres, de las que cuatro renunciaron y las otras no pudieron pasar las pruebas físicas. Lo que me parece, con perdón, lógico. A fin de cuentas, lo del casco y la manguera y el hacha para romper puertas y los rescates colgado de una escalera o una cuerda no son cosa fácil, requieren cierta musculatura, y es normal que, salvo excepciones tipo Coral Bistuer, las tordas no estén a la altura. Lo que no quiere decir, ojo, que las mujeres no puedan o no deban ser bomberas, o bomberos, o como se diga; sino que lo normal, en un oficio que entre otras cosas requiere estar cachas, es que sean hombres quienes superen con menos esfuerzo las pruebas físicas.

Tengan en cuenta que para las oposiciones bomberiles hay que realizar pruebas escritas con problemas matemáticos y temas legales y poseer conocimientos de carpintería, albañilería y electricidad, pero también es necesario superar pruebas que incluyen correr cien metros, correr mil quinientos, nadar cincuenta, levantar pesos, subir una cuerda, saltos de obstáculos y flexiones. Es natural que en esto último los hombres lleven ventaja. De cara a ciertos oficios, lo sorprendente sería lo contrario. A ver a quién iba a extrañarle, por ejemplo, que en unas oposiciones para luchador de sumo no saliera ninguna geisha.

Pero a lo que íbamos. En vista de lo ocurrido, el concejal responsable de Extinción de Incendios anunció que conseguir mujeres bomberas era una de las prioridades vitales de su departamento, sobre todo teniendo en cuenta que en España sólo hay –o había en ese momento– una mujer bombera; así que a la ciudad tenía que corresponderle, por huevos, el honor de tener la segunda. Y si salía una tercera y una cuarta, pues mejor me lo pones. La cosa era poder decir: aquí apagamos con bomberas y bomberos. Murcia siempre a la vanguardia. Así que, para facilitar ese logro histórico, la solución anunciada por el concejal fue rebajar más el nivel de las pruebas físicas exigidas a las mujeres. Y digo más porque el nivel ya se había rebajado en la oposición anterior, y aún así no triunfó ninguna gachí. O sea, que ya no se trata tanto de apagar fuegos como de cuestión de cuotas. Porque tiene razón el concejal murciano: si en España tenemos feroces caballeras legionarias, que desfilan con la cabra y le mojan la oreja incluso a las tenientes O’Neil de Bush, que no están como nuestras rambas en unidades de combate de primera línea sino marujeando en transportes, comunicaciones y mantenimiento, a ver por qué carajo no vamos a tener bomberas. Y oigan. Si aún rebajando las exigencias físicas no sale ninguna mujer en la próxima oposición, pues se insiste. Se sigue bajando el nivel de exigencia hasta que se consiga, al fin, meter a una. Por lo menos.

Ardo –adviertan el agudo juego de palabras– en deseos de que culmine la cosa, si es que no ha culminado ya. Así, cuando vaya a Murcia y se le pegue fuego al hotel Rincón de Pepe, entre las llamas y el humo vendrá a rescatarme una bombera intrépida. Me la imagino, y ustedes también, supongo, cogiéndome en brazos, yo agarrado a su cuello y corriendo ella sin desfallecer por los pasillos –aunque más me vale que el pasillo tenga sólo doscientos metros, que es lo que le habrán exigido a la bombera en las pruebas físicas–, apartando las brasas a patadas como una jabata, mientras nos caen alrededor vigas ardiendo y cosas por el estilo. Si eso lo hace un bombero macho, a ver por qué no puede hacerlo una pava. Luego me bajará sin pestañear y sin soltarme por una escalera de esas largas, y al llegar al suelo, como yo toseré, cof, cof, por el humo, encima se quitará el casco para hacerme la respiración boca a boca, porque aún le quedará resuello de aquí a Lima. Y después, como en todas las películas norteamericanas un minuto antes de que acaben, me preguntará: «¿Estás bien?». Guau. Qué fashion. Y todo eso gracias al concejal de Murcia.

7 de septiembre de 2003

domingo, 31 de agosto de 2003

Giliaventureros


Me parece muy bien que un fulano, o fulana, practique deportes de riesgo: parapuenting, nautishoking, tontolculing y todo eso. Cada cual es cada cual, y hay quien no encuentra riesgo suficiente en conducir cada mañana camino del curro, con doscientos hijos de puta a ciento ochenta adelantándote por los carriles derecho e izquierdo. Sobre gustos, ya saben. Como he comentado alguna vez, veo de perlas que alguien ávido de vivir peligrosamente haga motocross por Afganistán, o se tire por las cataratas del alto Amazonas con una piedra de quinientos kilos atada al pescuezo. Me parece bien, ojo, siempre y cuando el osado deportista no vaya luego quejándose al ministerio de Exteriores cuando un pastor de cabras afgano y enamoradizo lo ponga mirando a Triana en las soledades del Paso Jyber, o las pirañas motilonas le roan un huevo. Como el propio complemento indica, son deportes de riesgo, y punto. Allá cada cual con lo que se juega. Lo que pasa es que incluso ahí hay clases. Categorías. No es lo mismo ser un aventurero de riesgo que un giliaventurero. Y no es giliaventurero el que quiere, sino el que puede.

Para que ustedes capten la diferencia, pongamos que un aventurero normal, español, de infantería, al que le gustan los deportes de riesgo, compra en Carrefour un barreño de plástico, se pone un casco de albañil de la obra y los manguitos de su hija Jessica, y se tira dentro del barreño por los rápidos de un río asturiano, por ejemplo, al día siguiente de que el ministro de Fomento haya afirmado rotundamente que los ríos asturianos son los menos contaminados, los más tranquilos y seguros de Europa. Eso es echarle adrenalina y cojones al deporte, y ahí no tengo nada que objetar. Al Filo de lo Imposible se hace con cosas menos arriesgadas. Además, lo del barreño está al alcance de cualquiera. Sale por cuatro duros. Basta ser un poquito imaginativo y una pizca gilipollas.

El otro, el aventurero de riesgo de elite, o sea, el giliaventurero a lo grande, es un ejemplar más exquisito. Tiene rasgos específicos propios, lejos del alcance de cualquier tiñalpa. El nivel Maribel de sus hazañas, por ejemplo, está muy por encima de la media del resto de los aventureros cutres. Un giliaventurero de pata negra nunca se despeina por menos de una travesía atlántica a bordo de un navío de línea de setenta y cuatro cañones construido por artesanos turroneros de Jijona con bejucos del Aljarafe, y tripulado por una dotación hermanada y multirracial –eso es lo más emotivo y lo más bonito– compuesta por un saharaui, un chino, un maorí y uno de Lepe. Y si nunca llega a atravesar nada porque una vez se le suelta el bejuco y otra se le amotina el chino, y tiene que salir doce o quince veces, pues mejor. Más fotos y más prensa. Además hay aventuras alternativas, como hacer slalom entre los icebergs de Groenlandia con moto acuática y sin otra escolta que una fragata de la Armada, o tirarse con parapente de kevlar ignífugo sobre Liberia –hermoso detalle solidario con esos pobres negros– para aterrizar en Puerto Portals, entre una nube de fotógrafos, casualmente el día de la regata patrocinada por la colonia Azur de Juanjo Puigcorbé número 5.

Pero la piedra de toque, la condición indispensable, el contraste de calidad por donde se muerde a este aventurero al primer vistazo, es ese aura, ese carisma mediático que deja, para toda la vida, tener o haber tenido algún parentesco, aunque sea lejano o accidental, con familias de la realeza europea: primo del heredero de Varsoniova, ex novio de la hija hippie del rey de Borduria, hermano del cuñado del rey de Ruritania. Detallitos, en fin, que permiten salir en la prensa rosa. Ayuda mucho ser de buena familia, con posibles, y que el patronímico –con los aventureros cutres se dice nombre a secas– sea, por ejemplo, Borja Francisco de los Santos; pero que desde niño la familia y los amigos te hayan llamado, y sigan haciéndolo aunque ya tengas cuarenta tacos, Cuquito, Cholo o Totín. Porque luego, cuando el Hola dedica cuatro páginas a tu última hazaña, para el titular queda estupendo eso de Totín Fernández del Ciruelo-Bordiú, estirpe de aventureros, declara: «Que Televisión Española, Iberia, Telefónica, el BBVA, La Caixa, Trasmediterránea, Repsol, la Once y la Doce me financien esta gesta no tiene nada que ver con que yo sea cuñado del rey Ottokar de Syldavia».

31 de agosto de 2003

domingo, 24 de agosto de 2003

Mi amigo el torturador


Algunas veces, en otro tiempo menos académico, vi torturar. Sé que no suena políticamente correcto, pero no siempre eliges la letra pequeña, o bastardilla, de tu biografía. Hablo de torturar de verdad; cuando importa un carajo que el paciente salga inválido para toda la vida, o no salga. Pongamos Nicaragua, por ejemplo. Hace veinticinco años estuve con los rangers somocistas en el combate del Paso de la Yegua. Después, en una cabaña, había un prisionero herido que gritaba más de lo normal. Me acerqué a echar un vistazo; y cuando asomé la cabeza y vi el panorama, un teniente al que llamaban El Gringo, y con quien hasta entonces había tenido muy buen rollo, dejó la faena para mirarme de una manera –«¿Qué hace aquí este hijueputa?», preguntó– que me puso la piel de gallina. Supongo que esos héroes mediáticos que van a la guerra tres días, de turistas y acompañados por cámaras de televisión y oenegés, y a la vuelta hacen mesas redondas y escriben ensayos sobre el corazón de las tinieblas, habrían protestado, hablándole al teniente de derechos humanos y afeándole su conducta. Pero yo era un puto reportero y estaba solo con aquellos fulanos, en el culo del mundo. Así que decidí irme al otro lado de la aldea, a buscar una cerveza. No sé si me explico.

Otra vez, en Mozambique, conocí a un ex militar portugués. Nos hicimos colegas emborrachándonos en un puticlub. El tipo era simpático, y obtuve de él informaciones interesantes. Siempre hablan, dijo al fin. Y era evidente que lo que sabía del asunto no se lo había contado nadie. Si el operador –él decía operador– es inteligente y tiene paciencia, terminan contándotelo todo. Lo que pasa es que hay mucho aficionado, malas bestias con prisas, y esos destrozan a la gente y se les mueren entre las patas. «Hasta para eso hacen falta profesionales», remataba el cabrón, mirándome por encima del whisky. Y lo extraño es que aquel fulano, que a lo largo de la conversación me proporcionó argumentos objetivos suficientes para afirmar que era un hijo de la gran puta, me había estado cayendo bien. No por lo que contaba, claro, sino por la cara que tenía, sus gestos, la forma de explicar las cosas, el modo de bromear con el camarero, la cortesía exquisita con que trataba a las lumis negras del local. Pretendo decirles con esto que un torturador no lleva la T mayúscula tatuada en la frente; y que, si desconocemos su currículum, muy bien podemos tomarlo por uno de nosotros. O tal vez –lo que ya resulta más inquietante–, algunos de nosotros, en el contexto adecuado, podrían convertirse en torturadores.

A finales de los setenta, con motivo de un reportaje en la Antártida, conocí a varios oficiales jóvenes de la Armada argentina. Tenían mi edad, les caí bien, y ellos a mí. Eran apuestos y educados. Encantadores. Salimos un par de veces a cenar y de copas por Buenos Aires. A un par de ellos – Marcelo, Martín– llegué a considerarlos amigos. Yo era un reportero que cubría conflictos, revoluciones y guerras. Eso formaba parte de mi trabajo, y aquellos chicos eran contactos útiles que atesoraba en mi agenda. En esos tiempos aún coleaba la represión militar en Argentina, y los Ford Falcon circulaban todavía como sombras siniestras por la ciudad. Pero cuando yo mencionaba eso, ellos encogían los hombros. Nada que ver, decían. O muy poquito. Lo nuestro, decían, se limitó a algún operativo cumpliendo órdenes. Y cambiaban de conversación.

Años más tarde, el diario Pueblo me envió a cubrir la guerra de las Malvinas. Tiré de agenda, y mis amigos marinos, que entonces estaban destinados en embajadas argentinas europeas y en Inteligencia Naval de Buenos Aires, me fueron utilísimos. Obtuve de ellos muy buena información, y gracias a su ayuda viajé al escenario del conflicto y firmé muchos días en primera página. Después me fui a otras guerras. Entretanto, en Argentina había caído la dictadura militar, y empezaban a conocerse de veras los detalles de la represión, las torturas y los asesinatos. Un día abrí una revista y encontré una relación de torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada, con fotos. Mis amigos estaban allí. Todos. A uno de ellos, Marcelo, he vuelto a verlo hace poco, fotografiado en una cárcel española. Sigue teniendo cara de buen chico y conserva el bigote rubio, aunque ha engordado un poco. En el pie de foto figura su nombre real: Ricardo Cavallo.

24 de agosto de 2003

domingo, 17 de agosto de 2003

Maruja y Mariano atacan de nuevo


Les juro a ustedes por mis muertos más frescos que este verano estaba decidido a no teclear una línea sobre la indumentaria veraniega, los horrores de las pantorrillas peludas y las morsas desinhibidas que van por ahí derramando tocino sin pudor y sin refajo. Lo juro. Iba a callarme como una almeja cruda, rompiendo una tradición de diez años, que se dice pronto; pero ya saben que esto solía hacerlo en estéreo con el perro inglés, y éste pasó a mejor vida. O a peor, que nunca se sabe. El caso es que con mi vecino de ahora, pese a que es viejo colega y amigo, no tengo todavía las mismas confianzas, e ignoro si echa la pota cuando se le sienta al lado en un restaurante un fulano en bañador y chanclas y empieza, ris, ras, a rascarse los huevos. Así que, en la duda, este verano había decidido abstenerme. Nada de axilas peludas. Además, esos maravillosos anuncios de la Once y la canción del verano me han reconciliado mucho con la indumentaria estival. A fin de cuentas, las cosas terminan formando parte de tu vida, te gusten o no.

Viendo a los colegas con sus camisas de flores y sus calzones cortos, y a las pavas rascándose en la tripa los picores de la medusa del amor, me doy cuenta de que su mérito, o su éxito, estriba en que representan a gente a la que conoces, quieres y comprendes. Que su estética hortera y su guasa veraniega forman parte de tu propia historia y se han vuelto entrañables a tu pesar. Que las maripilis en plan Ketchup o los colegas con su murga de los chopitos y las tapas de jamón son ahora arquetipos tan españoles como el macarra de playa de los años setenta, la morena de la copla o el paleto de la boina que hacía Gila en los cincuenta. Y al final, fastidiándote como te fastidia lo negativo y torpe que representan, que es mucho, tienes que sonreír y quererlos, porque desayunas en el mismo bar, sufres a los mismos políticos, rellenas las mismas quinielas, y no eres quien para creerte mejor que ellos. A fin de cuentas, concluyes divertido, quizás tus bisnietos te imaginen así, con chanclas, bermudas de flores y camiseta a las siete de la tarde. La vida gasta bromas como esa.

El caso es que este agosto iba a indultar a Maruja y a Mariano con su parafernalia veraniega. Pero se me ocurrió bajar a Madrid la otra tarde, y mis intenciones solidarias se fueron al carajo. Imaginen –sin esfuerzo, pues todos frecuentamos los mismos pastos– un calor del carajo y una muchedumbre sudorosa y absolutamente despelotada. No digo ligera de ropa, ojo. Paquirrín en Matalascañas era Petronio en Capri comparado con aquello. No es ya que hubiera patas peludas, chancletas o camisetas dejando pelambreras sobaquiles al aire, como siempre. Es que la gente iba literalmente en pelotas por la Puerta del Sol y la Gran Vía, entraba al Corte Inglés o se sentaba en las terrazas como si anduviera por Benidorm o Torrevieja. La madre naturaleza no suele ser pródiga en favores anatómicos; así que el cuadro era una sucesión de espantos. Había cientos de tíos con el torso desnudo, las camisetas remetidas en el bolsillo de atrás del bañador.

Debo decir que las más decorosas eran las señoras de cincuenta años para arriba, con sus vestidos estampados y sus abanicos; aunque había alguna de las restauradas, con ganas de enseñarlo, como para darle cuatro tiros. El resto era una pesadilla de carnes, pelos, dedos de pies, ombligos con y sin piercings, pareos, granos en la espalda, abuelos de piernecillas desnudas y pálidas –haga usted la batalla de Brunete para acabar así–, tatuajes en las ancas, tetillas masculinas, tetazas desbordando el top, rodajas de sebo embutidas en tallas ridículas, sin familiares o amigos, supongo, que digan: Pepa, mujer, no irás a salir a la calle con esa pinta de guarra. Y así, desnudos, en tropel, apestándoles en los pellejos el sudor de treinta y ocho grados a la sombra, te mojaban al rozarte por la calle, en los semáforos, en las aceras, a quinientos kilómetros de la playa más próxima. Madrid, agosto del 2003. Mi esperanza, con la primera impresión, era que fuesen guiris. Que jugara el Manchester, o el Liverpool, o uno de esos, y por la noche los guardias estuviesen –ya saben que soy un reaccionario y un cabrón– arreándoles zurriagazos por todo Madrid. Pero luego me fijé, y nada de eso. Ocho de cada diez eran productos nacionales. Marranos de pata negra.

17 de agosto de 2003