domingo, 11 de septiembre de 1994

Golfeando


Resulta que en esta España seca, donde Dios nos dejó el hambre y se llevó el pan, hay ciento sesenta campos de golf. Y resulta, también, que cada campo dedicado a la práctica de este deporte -popular donde los haya- consume, según los expertos, unos 10.000 metros cúbicos de agua por hectárea y año. Y si echan ustedes cuentas resulta, al fin, que multiplicada esa cantidad por el tamaño y el número de campos de golf existentes en nuestro país, sale una bonita cantidad de agua para regar. La misma, fíjense qué casualidad, que consumen las viviendas en una ciudad de tres millones de habitantes. Y todo eso, en la misma época y en los mismos parajes donde, hace mes y medio, agricultores manchegos y levantinos estuvieron a punto de empalmar navajas por un quítame allá esos litros de trasvase.

En estos últimos años de embalses que da lástima verlos, de campañas para la disminución del consumo de agua, de restricciones forzosas con veranos que secan hasta las macetas, con más de media España abriendo y cerrando el grifo a horas fijas, uno se da una vuelta por las proximidades de cualquier campo de golf y allí está el césped con su riego automático, chas-chas, tan verde y lustroso que da gloria verlo.

En tiempo de sequía, a mi vecino Marcelino, por ejemplo, que tiene la manguera fácil, el Ayuntamiento le clava un multazo si lo pillan de noche regando clandestinamente los geranios; pero a mister Mortimer Flanagan, que viene en su avión privado a relajarse un poco dándole al palo en el green le alfombran el paseo sin escatimar hectolitros, porque para eso mister Flanagan es uno de esos 188.000 turistas de lujo que en 1993 se dejaron aquí 32.000 millones de pesetas golfeando y claro, tienen a la Secretaria de Turismo con el culito hecho agua de limón.

A mí el golf ni fú ni fá, aunque imagino que tiene su encanto, es sano, favorece el riego sanguíneo, invita a la meditación y todas esas cosas. Pero salvo en sitios verdes como Asturias, Cantabria y lugares así, o sea, en la mayor parte de este país nuestro de solana y tierra seca, palmito y chumbera, me parece un deporte chorra, un vicio contra natura, un capricho caro de señoritos, aristócratas de pastel y turistas con viruta. El golfeo se lo inventaron los ingleses hace tres siglos, sobre todo porque tenían dónde, o sea, praderas que crecen solas, lluvia y agua para cuidarlas como Dios manda sin retorcer hasta lo inverosímil la naturaleza ni el paisaje. Mientras que en España, por ejemplo, un tercio de los campos de golf están en .Andalucía, zona verde por excelencia donde, como todo el mundo sabe, corre el agua a mantas, en cantidades sólo comparables al morro de ciertos alcaldes y empresarios.

Además está la cosa ecológica, la liquidación de animales y plantas -el topo, ese simpático minero cegato, es el enemigo público número uno de los golfeadores-, el uso de pesticidas y otras guarrerías por el estilo, con nuevas vueltas de tuerca a una naturaleza ya de por sí bastante vapuleada, so pretexto de crear ecosistemas artificiales privilegiados para disfrute exclusivo de quien pueda pagarlos.

Porque esa es otra: el circuito de la clientela de estos clubs suele ser cerrado, autosuficiente, casi endogámico. No necesita uno hablar el idioma local, ni siquiera saber en qué país está. Se sube al avión en Zurich o en Arkansas, aterriza, va al complejo golfero, se pasea de hoyo en hoyo mientras le llevan los palos y le sirven martinis, come y duerme en las lujosas instalaciones del asunto, y no sale de allí más que para tirar de tarjeta oro y decir adiós muy buenas. Cuando lo dice.

A mí, qué quieren que les diga, esos turistas de que tan orgullosos se muestran los promotores locales y los consejeros y secretarios de Turismo, esos visitantes de élite acostumbrados a comprar con dinero paraísos privados artificiales y a despreciar el resto, suelen caerme bastante gordos, por mucho que se dejen aquí la pasta. Van por el mundo sin fijarse más que en su propio ombligo o en la textura del césped, y, lo único que les importa es que el caddie sea servicial -para eso reparten generosas propinas- y que el camarero sea moreno y bajito, para dar el tono meridional cuando les sirve el daiquiri. A lo mejor es cochina envidia, o simplemente que me aburre el golf, pero esos fulanos me caen casi tan gordos como los otros, los promotores y sus compadres. Quienes les riegan la alfombra con esa agua que tantos otros hombres de manos ásperas, honradas, encallecidas por la tierra de este país desgraciado, maldito y con sed, sustituyen cada día con el sudor de su frente.

11 de septiembre de 1994

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