domingo, 23 de octubre de 1994

Principitas y princesas


Pobre Lady Di. Siempre tan flaca y tan lánguida a la salida del gimnasio, con su carita de pena que da gana de cantarle quién te pintó esas ojeras, como a la Campanera de la copla. Observen esos ojitos moraos de tanto sufrir, esas carreras que se pega de vez en cuando para eludir a los fotógrafos y por fin, abatida, al límite, ese conmovedor estallar en sollozos ante los flashes implacables. Tan sola, tan acosada, tan malinterpretada ella. Y ahora resulta que un novio que tuvo siendo ya princesa consorte va y escribe un libro para contar que en los momentos íntimos ella lo llamaba Winkie.

Ustedes me van a perdonar, pero eso de llamarle Winkie a un fulano es la gota que colma el vaso. Podía haberlo llamado corazón mío, por ejemplo, que es más qué sé yo, o Cachito. Incluso mi héroe, ya que el susodicho era comandante de caballería hasta que lo echaron de la mili por largón y por bocazas. Pero no. Tenia que llamarlo Winkie. Y él a ella, en justa correspondencia -ruborícense, como yo- la llamaba Dibbs. O sea, Dibbs esto y Dibbs lo otro. ¿Gozas, Dibbs?

A mí, qué quieren que les diga, Lady Di me cae bastante gorda. Moralidades e instituciones monárquicas aparte, una no puede llegar y meterse en ese tipo de jardines con el pretexto de que nadie le había dicho que la vida de principita iba a ser así. Si cuando el Orejas empezó a susurrarle ojos azules tienes se hubiera preocupado de ir al cine y enterarse de qué iba la cosa, otro gallo le habría cantado a la niña Spencer. Habría visto, sin ir más lejos, a Grace Kelly y Alec Guinness en El cisne, explicando lo que es un matrimonio de Estado, a Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma, o a Deborah Kerr y Stewart Granger diciéndose adiós en El prisionero de Zenda. Porque una cosa es decirse cuchi-cuchi y otra hacer de eslabón en la cosa dinástica, que a fin de cuentas es la madre del cordero de todas las monarquías serias que en el mundo han sido.

Pero no. Dibbs, tan frágil, tan dulce, tan romántica, quería ser rubia, guapa, principita de Gales, parir un rey para Inglaterra, envejecer como reina madre y, además, ser feliz. O sea. Y claro, cuando la vida adulta le dijo hola buenas, en vez de encajar la cosa como se encajan ese tipo de cosas, como gajes del oficio, empezaron las confidencias a las amigas íntimas, las lagrimitas en el hombro de los amigos de toda confianza, el no sabes la última de Carlos, etcétera. Y claro, una vez se levanta la veda, se levanta para todos. Total. Que María de la O Spencer le ha hecho más daño a la monarquía británica en unos años de matrimonio que el que hubiera hecho Buenaventura Durruti como director de informativos de la BBC.

Y es que -como decía mi abuela María Cristina, monárquica hasta la peineta- las princesas no se improvisan, y la culpa la tienen los consortes que, además de ser unos irresponsables, se las quieren dar de originales y de modernos y se casan con aficionadas. Porque una monarquía, y más tal y como está el patio, es una cosa muy delicada. Y una futura reina encargada de sostenerla con su talento y sus reales vástagos no se hace de la noche a la mañana, sino que responde -disculpen el si-mil taurino- a una cuidada selección de casta y educación para el oficio. Una princesa es una señora, y las señoras no sueltan lagrimitas en público ni van llamando Winkie a la gente. Una princesa sabe lo que se juega cuando se casa, y también sabe a lo que renuncia porque la educaron para ello con esmero, consciente de que, en ese ejercicio profesional, la felicidad es deseable, posible incluso, pero no forzosamente obligatoria. De lo contrario, todo el mundo querría ser princesa. No te fastidia.

Estamos hablando de princesas de verdad, claro. Por eso, aun sin que el fervor monárquico me quite el sueño, me caen bien las nuestras, que incluso siendo jóvenes han sido educadas para que se les note sólo lo imprescindible. Me apuesto lo que quieran a que ni la una ni la otra saldrán nunca en la prensa del corazón soltando lagrimitas ni diciendo gilipolleces. Pero es que ellas son princesas, claro. Profesionales de verdad, y no sucedáneos de esas que se lían con guardaespaldas y con chulos de discoteca. Aunque incluso estas últimas terminan sentando la cabeza en cuanto un marido inteligente les coge el punto. Fíjense si no en las chicas monegascas, a quienes sus respectivos -Stefano, que en paz descanse, y el otro, el madero- retiraron del pendoneo teniéndolas preñadas continuamente. Y ahí están ahora, con hijos por todas partes, hechas un par de señoras.

23 de octubre de 1994

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