domingo, 15 de octubre de 1995

Campos de batalla


Cada vez que el trabajo o lo que sea me llevan a Bruselas, el arriba firmante aprovecha para darse una vuelta por el cercano campo de batalla de Waterloo, donde los días 16, 17 y 18 de junio de 1815 un soldado de diecisiete años llamado Jean Gall, que luego sería abuelo de mi bisabuela, combatió contra ingleses y prusianos. Los belgas han tenido el buen gusto de conservar intacto el campo de batalla donde él y 300.000 hombres más se acuchillaron concienzudamente, de modo que hoy es posible visitarlo con un libro de Historia en la mano, paso a paso. Así, cada vez, puedo acompañar al fantasma del abuelo desde Hougoumont al asalto de las alturas de la Haie Sainte, y seguirlo después en su terrible retirada por la misma carretera de Quatre Bras y Charlcroi, perseguido por la caballería inglesa y los húsares prusianos que, exasperados por la carnicería, negaban cuartel y no hacían prisioneros. A veces llueve, y camino con el abuelo bajo la lluvia, empapado como él, pasando junto al monumento del águila herida donde, ya al anochecer, la Vieja Guardia formó el último cuadro.

Con frecuencia, visitando el museo y las placas conmemorativas repartidas por el campo de batalla, encuentro grupos de colegiales franceses, belgas, alemanes e ingleses, a quienes sus profesores explican, sobre el terreno, las circunstancias de la última batalla del Emperador. Y no es el único lugar. En Normandía, Poitiers, Solferino, Crecy, Verdun, las Termopilas y muchos otros sitios marcados en los atlas históricos, he visto grupos de estudiantes cuya formación y planes de estudio incluyen, también, este tipo de visitas.

En todos los países, salvo en España. Resulta curioso que un lugar cuya geografía cuenta con nombres como Calatañazor, Sagrajas, las Navas de Tolosa, Belchite, El Jarama, los Arapites o el cabo Trafalgar, apenas conserve referencias locales de esos acontecimientos. Uno pasa por los desfiladeros a cuyos pies se abre Bailen, por ejemplo, y no encuentra constancia de que, en ese mismo lugar, veinte mil soldados imperiales muertos de sed y acosados por partidas de guerrilleros se rindieran a las tropas españolas cuando Napoleón era amo de Europa, Quizá se deba al pseudopatriótico uso que de tales asuntos se ha hecho siempre aquí para tapar los agujeros de la alfombra; pero lo cierto es que España parece avergonzarse de sus campos de batalla. Como si nos dieran mala conciencia, o nos importase un bledo que miles de seres humanos mataran o se hicieran matar sobre ese suelo.

Y creo que es un error, porque un campo de batalla no resulta malo ni bueno. Sólo es el lugar donde rodaron los dados que utiliza la Historia. Un campo de batalla es la barbarie y la sangre y la locura; pero también la abnegación, el coraje y todo aquello de que es capaz el contradictorio corazón humano. Si olvidamos la demagogia patriotera y ultranacionalista que manipula hasta la sangre honrada de los muertos, y también la otra demagogia estúpida que se niega a aceptar los ángulos de sombra que existen en la Historia y en la condición del hombre, un campo de batalla puede convertirse en una extraordinaria escuela de lucidez, de solidaridad, y de tolerancia.

Que me perdonen los que tanto se la cogen con papel de fumar; pero al arriba firmante le parece de perlas que jóvenes en edad de formarse revivan lo que otros jóvenes tuvieron que afrontar, juguetes de los poderosos, de las banderas y de las fanfarrias, o peleando honrosamente -una cosa no excluye la otra- por una fe o una idea. Que aprendan lo que otros dejaron de bueno y de malo, y a menudo de ambas cosas a la vez. Que pisen los inmensos cementerios que hay al final de caminos alegremente abiertos por bocazas y miserables, dispuestos a abrir la caja de Pandora en su propio beneficio mientras se llenan el morro con palabras como patria, nación, idea, lengua, raza, dios o rey. Pero también que aprendan que los estados, y las naciones, y el ser humano, se han hecho con lucha y con sangre. Que el acontecer de los siglos y sus sobresaltos desataron unos lazos y anudaron otros. Que no somos islas ni pueblos extraños, sino gentes cuyos abuelos, y bisabuelos, y architatarabuelos, compartieron sueños, miedos, lluvias y sequías, amores y batallas; acuchillándose unas veces sin piedad, y enamorándose otras de lado a lado del río que algunos pretendían consagrar frontera. Y que de toda esa terrible y maravillosa saga de semen y sangre nacimos siendo lo que somos, fruto de una Historia de la que a veces debemos horrorizarnos y otras sentirnos orgullosos. Pero que es la nuestra.

La visita a un campo de batalla puede ser mala, o puede ser buena. Depende de quién te guíe por él.

15 de octubre de 1995

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