domingo, 17 de diciembre de 1995

La gola y la espada


Hace poco, por razones profesionales, el arriba firmante anduvo a vueltas con unos cuantos viajes foráneos que dejaron constancia por escrito de sus impresiones sobre España en el siglo XVII. Aparte lo divertido e instructivo que supone vernos hace doscientos y pico años a través de los ojos de los demás, el asunto me deparó un interés añadido: comprobar lo poco que, en materia de pintarla y de presumir, hemos cambiado en este país. Madame d'Aulnoy, Hérauld, James Howell y otros plumíferos guiris, coinciden en admirarse de lo mucho que a nuestros abuelos les gustaba marcar paquete a base de apariencias, el modo en que aquí todo el mundo presumía de hidalgo y de cristiano viejo, y de qué manera, aunque anduviese tieso de reales, hasta el último desgraciado se pavoneaba con aire de marqués. Y además como el trabajo era de villanos, nadie daba ni golpe. «Pasan la mayor parte del tiempo -escribía Jouvin- paseándose en las plazas, vestidos lo mejor que pueden mientras se mueren de hambre en sus casas».

Hay joyas antológicas en esos textos. Y todos los viajeros gabachos, hijos de la Pérfida Albión y otros, coinciden en describir un país hecho polvo por las guerras exteriores, la corrupción interior y el mal gobierno de privados y validos, con los reyes cazando en El Pardo y yendo a misa como si nada fuera con ellos, y el personal, hasta el más andrajoso, paseándose con gola, sombrero y arma al cinto. Muret cuenta que la espada, que en otros países distingue al noble y al caballero, aquí la llevan todos: el cochero en el pescante, el zapatero cosiendo sus zapatos, el boticario en su botica y el barbero cuando afeita. «Ni uno solo de los que entraron -escribe por su parte Richard Wynn- aunque fuese un recadero, iba sin espada» Y Mérauld confirma que «todos llevan una espada colgada con una cuerda, hasta cuando van al trabajo».

En lo demás, tres cuartos de lo mismo. Bartolomé Joly señala que los españoles son capaces de ayunar con tal de comprarse un traje para tirarse el folio y presumir en las fiestas. A Howell le llama la atención que, aunque no tenga un maravedí para comprarse una camisa, cada vecino se empeñe en llevar una golilla en torno al cuello, prenda cuyo almidonado cuesta una fortuna. Como el uso de anteojos se atribuye a gente culta, las calles están llenas de individuos/as que no han leído un libro en su vida pero que, eso sí, llevan un par de anteojos bien sujetos con una cinta sobre la nariz, Y en cuanto al orgullo, nos cuenta Anroine de bruñel, hasta los mendigos exigen que se les niegue la limosna con un «excúseme Vuesa Merced, que no tengo dineros-. Y a todo esto, el país paralizado, los campos sin cultivar, los funcionarios corruptos atrincherados en la Administración, todo el mundo endeudado hasta las cejas, y una envidia insaciable, enfermiza, rayana en el odio africano, respecto a lo que dice, hace, tiene o deja de tener el vecino.

No sé si todo eso les sonará de algo. Pero a medida que el suprascrito iba adentrándose en esos textos, el inicial regocijo daba paso a un vivo malestar. Hay que fastidiarse, me decía entre página y página. Cambias la espada y la gola y los lentes por el Audi o el Bemeuve, y el traje de Armani, y el Hola o el Diez Minutos, y el fin de semana en el chalet, y la barbacoa, y el Rolex, y los anuncios de la tele, y cómo nos entrenamos para millonarios por si nos toca la Once o la Doce, y el profesor de física cuántica, y el decorado de pastel del que todos somos cómplices, y la Expo, y el AVE y el campo de golf y la madre que los parió, y resulta que en estos casi tres siglos han cambiado muchas cosas pero nosotros, los españoles, seguimos siendo los mismos: siempre pendientes de las apariencias y el qué dirán, del aspecto que tendremos pavoneándonos en la Plaza Mayor el día que toca quema de herejes, o en el hipermercado el fin de semana con el Mercedes y el carrito de la compra y el chándal de Valentino y las Ribuk de los cojones. Y de noche, como en las calles de la Corte de la época, tiramos la mierda por la ventana. Y así están las calles y así nos paseamos por ellas henchidos de soberbia, con la gota almidonada y sin camisa que ponernos debajo.

Poco ha cambiado la cosa, en el fondo, desde que aquellos ilustres viajeros nos calaron con tan buen ojo. Y cuando su contemporáneo Francisco de Quevedo escribía: «Toda España está en un tris / y a pique de dar un tras; / ya monta a caballo más / que monta a maravedís», el cojo lúcido, gruñón e inmortal -y ése sí era de aquí- no podía imaginar hasta qué punto nos retrataba para los siguientes tres siglos.

Parece mentira lo iguales que somos a nosotros mismos.

17 de diciembre de 1995

1 comentario:

Miguel Ángel García Baute dijo...

Un artículo brillante, brillante y revelador.