domingo, 10 de septiembre de 1995

La profesora de inglés


Esta semana me toca hacer de Celestino, pero B. tiene dieciséis años, es un lector y por tanto es un amigo. El caso es que su profesora de inglés, me cuenta B. en la carta, tiene treinta años, es morena y está tremenda. Y vive enamorado de ella como un becerro, hasta el punto de que, la última vez que la profesora lo llamó a su despacho para echarle un chorreo porque anda fatal en la anglosajona parla, él ni siquiera oyó la bronca porque no hacía más que mirarle los labios, que los tiene -asegura- como las cerezas picotas. Cuando me escribió, hace casi cuatro meses, B. estaba seguro de que iba a catear la asignatura. «Cosa que no me importa -matizaba- porque así al año que viene volveré a verla». El caso es que me pedía ayuda, porque, apuntaba: «Los hombres tenemos que ayudarnos. Yo no sé qué pensará usted de las mujeres, pero yo creo que nos tienen cogidos por los huevos (sic), y que si entre nosotros no nos echamos una mano, ya me contará».

Ante tan demoledor argumento, el arriba firmante -que una vez tuvo dieciséis años y, en su caso, una profesora de Griego que también lo llevaba por la calle de la amargura- no puede hacer otra cosa que ponerse a disposición del joven corresponsal con armas y bagajes. Vaya por delante que estas cosas casi nunca resultan; pero no se sabe. Además, como apunta B. en su misiva, una vez, después de echarle la bronca por vago y por inútil, ella le dijo que cuando sonríe está muy guapo. Y B., que salió flotando del despacho, sostiene con cierta lógica que si yo escribo este artículo él sonreirá más y ella lo verá más guapo aún. Además, en septiembre -fíjense cómo afina a medio plazo, el tío- «estaré más moreno, y seguro que hasta crezco un poco, así que le pareceré mayor».

Así que aquí me tienen, en septiembre, cumpliendo de hombre a hombre, y dispuesto a decirle a la profesora que, bueno, pues eso, lo que B. quiere que le diga. Que la diferencia de edad en la cosa del hola que tal es una milonga, y que a fin de cuentas vamos a vivir cuatro días. Y que en el juramento hipocrático, o presocrático, como se llame el que hagan los profesores, estará, supongo -supone B.- el de enseñar al que no sabe. Y a él hay cantidad de cosas que le gustaría aprender. Como, por ejemplo, de qué color se le ponen a ella los ojos con poca luz. O cómo suena su voz cuando habla en un susurro. O a qué saben las cerezas picotas que tiene en la boca y que a B. -y por el entusiasmo casi contagioso de su carta, a este paso, hasta a mí mismo- le gustaría comerse despacito.

Eso es lo que hay, B., colega. Y yo he cumplido, como ves; y ya no me queda sino desearte suerte, buen viento y buena caza. De todas formas, de ti para mí, tampoco te vayas a hacer muchas ilusiones sobre el efecto que esta página que tú y yo llevamos hoy a medias pueda hacer en su ánimo. Las profesoras, cuando como la tuya son treintañeras jóvenes y guapísimas, suelen tener bicho. Quiero decir novio, amigo o marido. Y cuando no, pues resultan menos receptivas a la sonrisa de un alumno que al maduro aplomo de un jefe de estudios cuarentón o a los armónicos dorsales de un profesor de Gimnasia (la mía de Griego, lo que es la vida, se casó con el de Gimnasia; y los once que estábamos en su grupo de Letras estuvimos una semana borrachos de desesperación y de vino de Jumilla, hechos polvo, tirados por todos los bares de Cartagena, buscando una espada amiga que nos diera piadosa muerte a los once).

En fin. Tú dale caña, compadre. Dásela dentro de un orden. Lo bueno que tienen tus dieciséis tacos es que en ese tipo de cosas puedes equivocarte o meter la pata ochocientas mil veces y no pasa nada. A fin de cuentas, lo peor en la vida no es decir: «aquella vez hice el panoli», sino: «si yo me hubiera atrevido». Así que haz el panoli, atrévete a decírselo -hoy o te lo he desgraciado o te lo he puesto a punto, colega- y que luego salga el sol por Antequera. Pero no dejes que ese pedazo de mujer se te escape viva por cortao. Eso sí que no se lo perdona uno nunca. Porque a veces pasan, te lo juro, esas cosas. Una señora estupenda rodeada de musculitos y cuarentones apuestos y chulos de discoteca, y de pronto ves que llega un tiñalpa escuchimizado que le dice hola, buenas.

Y ella le mira el careto y piensa: anda tú. Este sonríe como sonreía mi papi.

Y se va con él, y viven una loca pasión de años. O de un par de horas, que dura menos, eso sí, pero también tiene su intríngulis.

Ah. Y a ver si estudias un poco más el inglés. Porque lo cortés no quita lo caliente. O viceversa.

10 de septiembre de 1995

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