domingo, 19 de noviembre de 1995

Un par de zapatos


No sé si a ustedes les interesan los zapatos de la gente, pero el arriba firmante cree que lo dicen casi todo de sus propiciarios. Estoy seguro de que es posible establecer una zapatología científica basada en elementos como limpieza, modelo y tipo de calcetines que los acompañan. En España, por ejemplo, las mujeres van mejor calzadas que los hombres, y hay una relación directa entre la marca de automóvil que uno se compra y el tipo de zapatos que usa. Pero ésa es otra historia.

Lo que quiero contarles ocurrió hace un par de semanas, cuando me hallaba en la terraza del café Central de Málaga, viendo pasar gente. Como mediterráneo que soy, mi afición a ver pasar la vida desde las terrazas de los cafés y los bares roza lo patológico. Y allí estaba yo, haciendo prácticas de zapatología comparada. El asunto consiste en no levantar la vista y mirar sólo los pies que pasan por delante, hasta que un par de zapatos atraen la atención. Entonces, tras estudiarlos rápida y minuciosamente, uno efectúa un retrato robot mental del propietario/a, y acto seguido levanta con rapidez la vista para mirarle el careto antes que desaparezca. Después se puntúa del uno al tres y se establecen reglas.

Identificar los dos pares de calcetines blancos con zapatos mocasín y uno con zapatillas de deporte que caminaban juntos no tuvo mucho mérito: soldados de paisano. Tampoco hubo dificultad en identificar al jubilado en los zapatos de lona gris, cómodos, con elásticos a los lados del empeine, que avanzaban despacio calle arriba. Un par cosido a mano, con calcetines ejecutivo, me hizo aventurar que el propietario llevaba corbata y se peinaría con brillantina. Sólo me equivoqué en la brillantina. En realidad, sobre un muestreo de treinta y tres personas, obtuve cincuenta y dos puntos; lo que no estaba mal, y me permitió establecer que, al menos en Málaga, quien mejor se calza son los matrimonios mayores de cincuenta años que se pasean a la hora del aperitivo. Dirán ustedes que la cosa no tiene rigor científico, e incluso que es una gilipollez. Pero todos los días estamos oyendo en la radio y leyendo en los periódicos sondeos, encuestas y gilipolleces con un rigor científico parecido, y nadie dice nada.

El caso es que en ello estaba cuando vi venir calle arriba, lentos, indecisos, dos zapatos viejos, muy castigados. Habían sido marrones y ahora tenían un tono mate, de cuero gastado por el uso. Eran zapatos de derrota total, absoluta, y ese carácter venía acentuado por los bajos de los pantalones que caían sobre ellos. Unos pantalones tan descoloridos como los zapatos, muy rozados y sucios en los dobladillos, cayendo con arrugas como si fueran excesivamente largos. Alcé la vista sabiendo lo que iba a encontrar: cuarenta y tantos años, tal vez más. Un rostro cansado, como el de los soldados que pegan el último tiro y levantan las manos, vencidos, hartos, indiferentes a que los fusilen o no. Tenía el pelo gris, despeinado, y llevaba dos o tres días sin afeitar. Contra la chaqueta, tan ajada como el pantalón y los zapatos, sostenía una bolsa de plástico llena de espárragos trigueros, de los que llevaba un manojo en la mano.

Titubeaba, buscando algo con la mirada. Entró en el café con sus espárragos y al minuto lo vi salir despacio, todavía con el manojo y la bolsa, aún más indeciso. Que, supongo, el profundo suspiro que exhaló a mi lado el que me hizo seguirlo con la vista. Lo observé mirar alrededor, caminar de nuevo calle arriba, pararse y volver sobre sus pasos, vuelta la cara con desesperanza a uno y otro lado. Por fin se paró en la acera, torpe, como si hubiese agotado todas las posibilidades de algo y ya no supiera qué hacer. Parecía muy perdido, y me pregunté cuántas cosas que yo ignoraba dependerían de aquellos miserables espárragos. Puse unas monedas sobre la mesa y anduve hasta el.

- ¿Qué pide por eso, jefe?

Parpadeó, desconcertado. Como si despertara de algo.

-Mil pesetas -dijo por fin.

Qué injusto es todo, pensé. Yo había dejado sobre la mesa del café, de propina, la décima parte de esa cantidad. Sin más palabras, le di el billete y me fui con el manojo.

-Son agua -añadió de pronto, de lejos, como creyéndose en la obligación de justificar algo-. Tiernos y recién cortados.

Asentí sin volverme y me fui de allí. Me importaba un huevo lo tiernos que fueran, porque nunca me gustaron los espárragos. Al cabo de un rato, harto de ir por Málaga con ellos en la mano, los puse en una papelera. Perra vida, pensé. Se me habían ido las ganas de mirar zapatos.

19 de noviembre de 1995

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