domingo, 10 de marzo de 1996

Morir como un cerdo


Al arriba firmante suelen caerle bien los defensores de los animales, y comparto con buena parte de ellos la idea de que casi todas las bestezuelas son, a menudo más dignas de salvación que muchos de los seres humanos que vamos por ahí marcando paquete. He hecho mío en esta misma página aquello de que cuanto más conozco a la Humanidad más quiero a Sombra, mi perro; y tengo la absoluta certeza de que si la especie humana se extinguiera sobre la Tierra y sólo quedaran animales, ésta seguiría girando sobre sí misma como si tal cosa, con vida a bordo, más feliz y sin problemas, durante una buena porción de siglos.

Me quema la sangre la barbarie pueblerina de los mozos borrachos que torturan a una vaquilla o una cabra, entre vómitos de vino, so pretexto de la tradición y de la fiesta. Mataría con mis propias manos, en caliente, a los miserables que organizan peleas de perros para cruzar apuestas. No me gustan la caza ni la pesca; detesto a quien dispara sobre un animal indefenso por otro motivo que la necesidad urgente de zampárselo, y desprecio sobre todo al imbécil con mala puntería que deja vivo a un animal herido. En las corridas de toros, que -todos tenemos nuestros rinconcitos oscuros y nuestras contradicciones- ésas sí me gustan muchísimo, no veo con malos ojos que el morlaco empitone de vez en cuando a un torero, porque tales son las reglas del juego; y los toros traen muerte en los cuernos pero también gloria, cortijos y fotos en el Diez Minutos. Y si no, de qué.

Lo que pasa es que todo tiene un límite. Uno de ellos es ese punto, no siempre bien definido socialmente, donde empieza a deletrearse la palabra estupidez. Quizá por eso no me quitó mucho el sueño, e incluso -soy cruel, lo confieso- me arrancó una perversa carcajada aquel episodio de hace un par de años, cuando una guiri defensora de los animales, que protestaba contra las corridas en España, se fue a un encierro con una pancarta, se plantó delante del toro y se puso a acariciarlo, bonito, chiquirritín; y el marrajo, tras alucinar unos segundos con la prójima, la puso mirando a Triana de una cornada. Y es que hay que ser gilipollas. O haber visto muchos dibujos animados.

Uno creía que ése era el limite, pero resulta que no. Que el otro día pongo el arradio y me sale la presidenta de una asociación española de defensa de animales -cuyo nombre no cito por no escarnecer en demasía-, protestando, muy seria, sobre el hecho de que a los cerdos se los cuelgue de las patas traseras y se los degüelle en las matanzas tradicionales de los pueblos. Es necesario, afirmaba convencida la antedicha, que se haga algo para frenar esa barbarie y esa crueldad. El cerdo, sostenía, debe anestesiarse previamente o aturdirse mediante electrocución, para ahorrarle la penosa agonía. Y etcétera.

Yo, lo confieso, tuve dos reacciones al oír aquello. La primera, instintiva en un individuo de mi brutal calaña, fue tirarme al suelo y revolearme de risa durante hora y media. Después, más calmado, vi la luz. No todo está podrido en mi interior -las oraciones de mi madre y del obispo de su diócesis, sin duda- y me dije que, después de todo, las morcillas, la longaniza y el mondongo van a saber lo mismo. ¿Por qué no hacer feliz al cerdo, dulcificándole el sacrificio...? Así que he decidido respaldar a la dama. Y aún diría más. No sólo creo que el cerdo debe ser drogado y electrocutado parcialmente para que sufra menos, sino que además propongo se le transporte al lugar de martirio con gafas de sol para que la claridad diurna no hiera su retina, después de haberle hecho pasar la última noche, tras una buena cena a base de bellota selecta, retozando con una cerda de pata negra, que tengo entendido son insaciables y no te dejan ni para un cortado. Ya en el lugar de autos, al guarro se le dará a fumar un canuto de ketama pura, acompañado por un whiskito, un valium y, a ser posible, una trufa. Y cuando esté por fin espatarrado panza arriba, alucinando en colores y más feliz que la leche, el matarife pro-cederá a degollarlo con toda delicadeza. Y mientras, el tío Nicasio, Ceferino el Insumiso y Mariano Cascorro, concejal de Cultura, le cantarán a coro, imitando a Los Del Río, aquello de cuando un amigo se va, cuando un amigo se va, algo se muere en el alma cuando un amigo se va.

Así, todos los cerdos de Europa querrán palmar en España, y nosotros exportaremos tocino ecológico -Ecobacon- mientras comemos morcillas con la conciencia tranquila. No como ahora, que nos ponemos hasta arriba de gorrino y de jumilla, y luego los remordimientos no nos dejan dormir.

10 de marzo de 1996

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