domingo, 12 de enero de 1997

El hidalgo desnudo

Bueno, pues ya lo he visto. Y se me han caído los palos del sombrajo. El caballero de la mano en el pecho todavía tiene la mano ahí, es cierto; pero poco más. Después de la limpieza de cutis que le han hecho en el Prado, no es que parezca otro, sino que es otro. Con ese fondo gris que le han descubierto a la espalda, y con la antaño triste figura lavada, aclarada y centrifugada, no me cabe duda de que ahora se parecerá mucho más al cuadro original. Pero resulta que el cuadro original, y hasta el modelo, se ven más vulgares y de andar por casa. La mirada del observador, que antes iba, sobrecogida, de la cara realzada por la gola a la mano y a la empuñadura de la espada, deslizándose al paso por el suave relucir de la cadena y la medalla, se dispersa ahora en una visión general del asunto que destruye el antiguo efecto, luz y sombra, con aquel levísimo halo que enmarcaba de dignidad el delgado rostro del hidalgo.

El cuadro sigue siendo bello, por supuesto. Pero ya es, y será siempre, otro cuadro. Que a estas alturas resulte que fue así como lo pintó Doménico Teotocópulos, y no como lo oscurecieron la oxidación del barniz y la mano de un anónimo reformador para acercarlo más al gusto del XIX, resulta, a mi juicio, lo de menos. Hay objetos, cuadros, monumentos, que adquieren con el tiempo carácter de símbolos; y su apariencia, genuina o no, pasa a formar parte de la propia historia y esencia de la obra misma. Desde ese punto de vista, no sé hasta qué punto la voluntad personal de un restaurador tiene derecho a devolver la obra a su estado original. Es como si a Nuestra Señora de París, por ejemplo, le quitaran ahora las gárgolas de Viollet le Duc porque no estaban en el edificio medieval y fueron añadidas en 1845. Quiero decir con eso que determinadas circunstancias del tiempo y la Historia que, para bien o para mal, imprimen carácter a un edificio, estatua o cuadro, adquieren a veces tanto derecho a estar allí como la propia obra original. Además, si es cierto que a menudo la verdad nos libera de muchas falsedades, no siempre es forzosamente buena la desaparición de ciertas mentiras, cuando las verdades que vienen son más prosaicas, o más infames. A veces el hombre necesita también, junto a las dosis de realidad, dosis de esa substancia maravillosa que está hecha de la misma materia que las ideas, y los sueños. Aunque, por otra parte, si es cierto que la verdad no siempre resulta revolucionaria, ni siempre nos hace libres, con frecuencia tiene la virtud de destruir embustes que permitieron a otros manipularnos a su antojo. O disipar cortinas de humo que nos confortan o nos acomodan, y cuya desaparición obliga a afrontar la realidad, haciéndonos adultos a la fuerza.

Ambas posturas, supongo, son justificables. Y allá cómo mira cada cual los cuadros que le apetece mirar. En lo que al arriba firmante se refiere, confieso que descubrir a ese desconocido, a ese impostor que acaba de meterse a traición en el ropaje de un viejo y respetado amigo, ha sido un golpe duro. Porque hay embustes que a uno le gustaría creer; baluartes necesarios para protegerse de la mediocridad, la estupidez o la desesperación. Cuando miras hacia atrás en la Historia de España y observas esa sucesión de sombras y claroscuros, esa siniestra trayectoria que nos llevó de la nada a la miseria, tienes -o tenías- al menos el consuelo de creer que, incluso en lo oscuro, en lo trágico, en la maldad y en el error, se daba una especie de coartada espiritual, ideológica o lo que diablos fuera. Una actitud ética; o incluso, si me apuran, sólo estética. Algo que, si bien no bastaba para justificar lo injustificable, sí al menos explicaba que antaño fuésemos lo que fuimos, como preludio de la desgracia que ahora somos. Pero resulta que no. Que basta una mano de jabón Lagarto y estropajo para probar que ya hace cuatro siglos éramos tan ordinarios como ahora; y que la representación pictórica del hidalgo español por antonomasia, del alma solemne de ese cierto modo de entender España que se nos vendió como coartada de todo lo demás, era tan postiza y falsa como el resto. Al final hasta va a resultar que, en vez de uno de esos sobrios y enlutados caballeros en los que se nos hacía admirar la austera virtud de nuestros ancestros, el fulano se llamaba Manolo y era un comerciante de paños de Tarrasa, un traficante de negros gaditano, o un usurero gallego. Igual -lo estoy viendo venir- hasta era el novio del amigo Teotocopulos, vestido con el traje de los domingos.

12 de enero de 1997

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