domingo, 7 de junio de 1998

El gran bar

Está en la calle Mayor de la ciudad mediterránea donde nací. Y en sus mesas, viendo pasar gente y vida, se sentaban mi padre y mi abuelo a tomarse el aperitivo y fumar un cigarro. Los dos dejaron el tabaco hace tiempo, cuando cambiaron la calle Mayor, por una lápida donde pone Familia Pérez-Reverte; así que ahora soy yo quien va a sentarse allí cuando vuelvo a mi ciudad; y como ellos hacían, permanezco inmóvil durante horas, mirando.

El Gran Bar ya no es lo que fue. Otros que eran su competencia –el Mastia, el Americano-son ahora siniestros bancos y cajeros automáticos; y aunque el actual propietario se resiste a cerrar, también él tiene los días contados. La gente joven se va ahora a vivir fuera del casco viejo, y la calle Mayor pertenece a una ciudad fantasma, desmantelada y ensombrecida por la reconversión industrial salvaje de aquel ministro pequeñito, ¿recuerdan? que se largó impunemente, como todos, tras pasar a la historia como el Chulo de Tafalla. La alcaldesa de ahora, que es del Pepé – aunque dice mi madre que buena chica-, me cuenta cuando nos vemos que las cosas van a cambiar, y que le den tiempo. Pero temo que para entonces el Gran Bar esté de corpore sepulto. Ya sólo se anima un rato a media mañana, cuando abren las tiendas; o los domingos a la salida de misa, o en Semana Santa. Entonces, por un rato, el lugar recobra la vida que tuvo antaño, cuando era punto de cita elegante de la ciudad, y la calle Mayor sitio obligado de paso para todo hijo de vecino, y en la histórica barra se tejían en voz baja adulterios, maledicencias y conspiraciones políticas. Cuando uno fumaba los primeros cigarrillos y, acechando el paso de los primeros amores de su vida, pedía un vermut a los viejos camareros: aquellos graves individuos de chaqueta blanca y pantalón negro que ahora se han jubilado o se han muerto, y allí donde están ya no tienen que decirle a mi padre qué va a ser, don José, sino que lo tutean y lo llaman Pepe.

El Gran Bar es el único lugar del mundo donde bebo vermut –que no me gustó nunca- con aceitunas rellenas o un platito de almendras tostadas. Allí converso un rato con los camareros, le compro los periódicos a Pedro, a cuyo padre ya se los compraba el mío, y por un rato intento recobrar cosas que se fueron. Ya no desborda la vida aquel trozo de calle, ni pasean despacio los amigos de mi abuelo rumbo al Casino, con bastones y sombreros cuya ala se tocaban al pasar las señoras; ni hay marineros de uniforme azul y lepanto blanco con el pelo al rape, ni Paco el Piloto me espera ya en una tasca del puerto, al final de la calle, que es cuando los calamares se arriman a la punta de la Podadera.

Nada de eso es posible ya. Pero a partir de cierta edad uno es lo que recuerda; así que sigo allí sin darme por vencido, aplicándome en reconstruir, como un arqueólogo minucioso, sensaciones y personas a partir de pequeños detalles. Hay un rectángulo de sol que recorre la misma pared que recorrió siempre, y el sabor amargo del vermut es el que creo recordar. Entonces, si te empeñas, el matrimonio anciano que pasea camino del muelle, cogidos del brazo, es el de tus padres o cualquier otro que pasaba por allí hace medio siglo. La joven hermosa que camina arrogante, como si no existieran las palabras tiempo y muerte, es la misma que nos calentaba la sangre en las venas cuando la mirábamos de lejos, tarareando Lola o Yesterday entre dientes. Si olvidas las canas del caballero que lleva a su nieto de la mano, reconocerás al niño con quien compartías pupitre y tintero. Y esa bellísima quinceañera que tiene un rostro increíblemente familiar, hasta el punto de que te sobresaltas al verla y se te cae rodando una aceituna y estás apunto de pronunciar su nombre, sale del mismo colegio del que su madre salía hace treinta años. Es una de ellas, como diría el viejo don Ramón de Campoamor: las hijas de las mujeres que amé tanto.

Sabes que un día volverás en busca de todo eso, y en su lugar habrá una sucursal de Argentaria, y en la puerta un detector de metales y un agropecuario vestido de Rambo. Por eso, cada vez que encuentras el viejo bar en su sitio, vives otra prórroga frente al tiempo y el olvido. Sabes que no es realmente malo que las cosas se vayan; sólo ley de vida, y al cabo uno mismo termina yéndose con ellas, como debe ser. Lo triste sería no darte cuenta de que se van, hasta que un día miras atrás y compruebas que las has perdido.

7 de junio de 1998

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