domingo, 26 de julio de 1998

El gringo malo

Hace casi tres décadas, cuando el arriba firmante era un piolín recién llegado al diario Pueblo, compartía con los redactores de la sección de Internacional un feroz antiamericanismo. Eran los tiempos de Vietnam, de l crisis del petróleo, de Chile, de la CIA metiendo mano por todas partes incluida España; y uno creía tener muy claro donde estaban los malos y dónde los buenos. Yo pedía ir siempre voluntario con los buenos; y los buenos eran palestinos, vietcongs, sandinistas y, en general, los que combatían a dictaduras y gobiernos sostenidos por Estados Unidos. Fernando Latorre, Chema Pérez Castro, Pedrusquiño y los otros redactores veteranos, que para mí eran la voz de la sabiduría, la experiencia y el oficio, profesaban odio bereber a todo cuanto oliese a gringo; y yo compartía su punto de vista, entre otras cosas porque me pasaba la vida yendo a lugares donde podía comprobar, en mi propia carne y en la de los desgraciados a los que veía bombardear, torturar y matar, los efectos de la política exterior norteamericana.

Luego pasó el tiempo, y los Estados Unidos metieron el rabo entre las piernas y estuvieron unos años achantados, digiriendo su propia basura, que era mucha. En cuanto a mi punto de vista sobre el origen de los males universales, fue modificándose con el natural curso de la vida. Anduve de acá para allá, vi cine alternativo, conocía norteamericanos maravillosos como Rust, el cámara de la CNN, o la fotógrafa Corinne Dufka, o Howard, mi agente literario neoyorkino; y terminé descubriendo lo que, tarde o temprano, descubre todo el que no es completamente imbécil: que eso de los buenos y los malos es mentira, que lo mismo degüella una daga artesana bendita por Alá que una bayoneta de M-16 fabricada en Illinois –o en donde fabriquen los gringos sus bayonetas-, que en todas partes hay gente estupenda, y que los verdaderos hijos de puta no tienen patria concreta, por que arraigan donde los eches.- No hay más que ver lo surtidos que andamos por aquí.

Sin embargo, y pese a que a los cuarenta y siete se ven las cosas de otro modo, he de reconocer que cuando uno de esos hijos de puta sale anglosajón, norteamericano y además senador, su fanatismo, hipocresía y bajeza pueden alcanzar virtuosismos inimaginables. Esta mañana, verbigracia, no tenía yo el Hola ni el Diez Minutos a la hora del colacao y los crispis. Así que al abrir el periódico me topé con el careto del senador Jesé Helms, cuya última hazaña es una ley para que el Estado no apoye a fotógrafos, directores de teatro o actores indecentes o exhibicionistas; en el muy amplio y meapilas sentido que la hipócrita sociedad dominante norteamericana tiene del asunto. Y ese Helms, reconocido clásico de una política conservadora estadounidense encantada de conocerse, proclive a combinar la Biblia con Tom Clancy, la gorra de béisbol, el hábito de Torquemada, la prohibición del tabaco y el fomento de las asociaciones de usuarios del rifle y el 44 magnum, es el mismo fulano que desde hace treinta años dedica su tiempo a luchar contra la pornografía y el antiamericanismo, lo que incluye, entre otras guindas, dar caña a los homosexuales y asfixiar a Cuba. La ley Helms-Burtosn no se llama así por casualidad.

Por eso, cuando me tropiezo, como hoy, con jetas como la del amigo americano, me acuerdo de José Luis Márquez, con quien estuve una noche, hace cinco o seis años, en un local de Nápoles lleno de marines rapados y borrachos, sin duda muy canónicos para el senador Helms y para la madre que los parió, de esos que patrullan el mundo con la chulería del que se sabe sin enemigo, sin importarles un carajo si Italia está en Europa o en África; hijos muy ganados a pulso y muy legítimos de una sociedad bastarda, analfabeta y autocomplaciente que desprecia cuanto ignora. El caso es que Márquez, acodado en la barra, con la cámara de la tele a los pies y una cerveza en la mano, miraba a aquellas malas bestias sobar a las mujeres, reírse de los camareros y mamarse hasta las patas.

-Ahí los tienes -dijo al rato. Los amos del mundo. Luego movió la cabeza y siguió con su Heineken. Yo no dije nada, porque pensaba en mis viejos maestros de la sección de Internacional de Pueblo, del mismo modo que hoy he vuelto a pensar en ellos. Quizá tenían razón, después de todo. Quizá no sea bueno olvidar que siempre hay alguien incubando el huevo de la serpiente.

26 de julio de 1998

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