domingo, 24 de enero de 1999

Mujeres en blanco y negro


Tengo un amigo al que le he hecho una faena de las gordas. Se llama Sealtiel Alatriste, y cada vez que viene a España y le preguntan cómo se llama, y él lo dice, y se fijan en su apellido, la gente contesta: «No, en serio, dígame su auténtico apellido». Nunca imaginamos Sealtiel y yo, aquella noche de farra y mariachis en la que luego nos pusimos hasta las patas de tequila donde Paquita la del Barrio, en pleno corazón de la colonia Guerrero, que la promesa que le hice de bautizar con su nombre a un personaje de novela iba a traer semejante cola. Pero ya ven. El caso es que, además de ser uno de mis mejores amigos y padrino putativo, o como se diga, de mi espadachín del siglo XVII, Sealtiel es también un prestigioso editor mejicano, amén de excelente escritor con media docena de títulos publicados, que allí suelen figurar honrosamente en las listas de más vendidos. Ahora, sus editores españoles me han mandado Verdad de amor, que ya leí en su primera edición mejicana. Y al repasarla, con el placer que uno reserva a los libros bien escritos cuando además están escritos por los amigos, me he encontrado de nuevo, en la historia del barman de París, y de Chema, el cinéfilo fascinado por la famosa actriz a la que una vez vio desnudarse despacio, la presencia de un mito cinematográfico espectacular que Sealtiel y yo –la amistad está hecha de ese tipo de cosas— compartimos desde hace tiempo: María Félix. María del alma. La Doña. La hembra soberbia, dura y fría. La soldadera de lujo que, entre bolero y bolero, hizo escupir el corazón a cachos al flaco Agustín Lara que escribió para ella María Bonita. La mujer de rompe y rasga por antonomasia.

Puestos a consumir productos fabricados, por Hollywood o por quien sea, uno no puede menos que añorar ciertos espléndidos envases. En un mundo hecho ahora de telecolorín, donde el non plus ultra de la fascinación femenina lo encarna Sandra Bullock —hay que joderse—, los viejos granaderos de la Guardia que todavía somos capaces de recordar en blanco y negro formamos una especie de cofradía silenciosa, que se reconoce y se entiende por guiños y miradas y títulos de antiguas películas dichos a medias. Y que sólo a veces, cuando estamos seguros de que todos los televisores de mierda están apagados, y de que el tabernero lava los vasos en un rincón, y de que las Silkes, y las Wynonas, y las Silverstones y todas las otras mantequitas blandas y pijoniñas de teleserie, chochitos desnatados y otras soserías se han ido a dormir o carretean por la cubierta inclinada del Titanic a punto de ahogarse entre grititos y besos a Leonardo di Caprio, sólo entonces, digo, descorchamos la botella y le hacemos un hueco en la mesa a la Mujer con mayúscula, a la Mujer de verdad, querido Watson, en la que se dan cita todas las mujeres del mundo. La que toca, cura, besa, mata, y en cuyas caderas no se pone el sol. La hembra cruel y magnifica, que pisa fuerte. La femme fatale por la que antes los hombres se liaban a plomazos, o se batían en duelo tras cruzarse la cara con un guante, o empalmaban navajas en reyertas de humo y vino y se acuchillaban sin piedad, haciendo posibles boleros, tangos, corridos, coplas, películas inolvidables que todavía nos estremecen en su inigualable celuloide rancio.

Ya no hay señoras de ese calibre, y se nota. El perro mundo se resiente de ello. Ava Gardner ya no baila de noche en ninguna playa de Acapulco, ni Kim Novak se va de picnic, ni Sofía Loren se quita las medias mientras aúlla Mastroianni, ni Marlene Dietrich es Shangai Lily, ni Rita Hayworth tiembla ante Orson Welles al ponerse un cigarrillo en la boca, ni María Félix cabalga con Jorge Negrete junto al Peñón de las Ánimas, ni a Greta Garbo le roba las joyas John Barrymore en ningún maldito gran hotel del mundo. Por eso, cuando como ocurre con Sealtiel, uno encuentra el guiño de un camarada de secta, el gesto masónico de quien sabe y calla o apenas insinúa lo insinuable, esboza siempre una sonrisa cómplice y solidaria. Qué sabrán estos cagamandurrias, hermano, lo que eran hembras como Dios manda, en blanco y negro, con el adecuado fondo de chascar de pipas y crujir de palomitas. Qué sabrán lo que era María Félix en Enamorada, aquella niña bien yéndose a la guerra de soldadera, caminando orgullosa, con la mano apoyada en la silla de montar de Pedro Armendáriz. Qué sabrán estos tiñalpas lo que ella, lo que es, una jaca de bandera.

24 de enero de 1999

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