domingo, 28 de noviembre de 1999

Colegas del cole, o sea


Hace un par de semanas puse la tele. En realidad me pilló a traición; pues lo único que hago con ella, aparte de ver un rato de Tómbola algunos viernes, es grabar películas para verlas por la noche. Y estaba programando el vídeo —Lee Marvin, Clu Gulager y Angie Dickinson en Código del hampa, de Don Siegel— cuando me di de boca con una de esas series de estudiantes, y de jóvenes en su misma mismidad. Una serie con diálogos cotidianos, reales como la vida. Y me dije: toma ya. Y me quedé allí, el mando en la mano y la boca abierta, con cara de gilipollas.

Desde entonces he repetido alguna vez. No sé si controlo bien el argumento, porque me faltan antecedentes y contexto. Todavía ignoro si Paco es primo de Pochola o sólo se la está trajinando, y si Javier es drogodependiente o se lo hace para fastidiar al profesor de química. Pero el asunto es que hay un colegio donde van chicos y chicas que son buenos, o que son malos porque la sociedad los traumatizó cuando se divorciaron sus padres. Y se relacionan entre ellos con la naturalidad de los jóvenes, o sea, contándose sus problemas y ayudándose porque en el fondo, a pesar de las tensiones normales en la convivencia, se quieren y se respetan y se sienten solidarios. La prueba es que se van a hacer puenting todos juntos, y cuando el rata de la clase se acojona, los líderes viriles lo abrazan y le dicen vale, colega, puedes hacerlo, sabemos que puedes. Y el rata de mierda respira hondo y dice gracias a vosotros podré, compañeros, y mira de reojo a la chica que no le hace ni puñetero caso porque se la está cepillando el cachas de Jaime, o como se llame, y entonces va el rata y se tira por el puente, el imbécil, y todos aplauden y esa noche se beben unos calimochos para celebrarlo.

También hay un guapo que era drogata porque era huérfano pero se salió a tiempo, me parece, y vive en casa de otro que tiene un trauma porque su hermano se murió y sus padres no lo comprenden. Y varias chicas en la clase que se cuentan unas a otras los graves problemas de la existencia, como el hecho de que Mariano no las mire o de que Lucas esté muy raro últimamente o que la ropa de Zara sea genial. También sale una tal Sonia, creo, que es un putón desorejado, y se mete por medio en la relación angelical que mantienen Luis y Pepa sólo para fastidiar a Pepa porque una vez no la dejó copiar los apuntes. Y Luli, que está colgada de Manolo pero a quien ama es a Héctor; lo que pasa es que Héctor es gay y lo ha dicho públicamente en clase, tras pensárselo mucho, y los compañeros que al principio se descojonaban de él y lo llamaban maricón, ahora, avergonzados, lo respetan por su gallardo gesto. No falta la profesora que quiere ayudar a los chicos, y que en realidad lucha con las ganas que tiene de tirarse a uno de los alumnos, un tal Pepe, y de suspender a su novia Marcela para vengarse de ella, porque Marcela es tonta del culo y se pasa el tiempo hablando de Ricky Martin. Pero con todo y con eso, la cosa se va arreglando poco a poco gracias a la buena voluntad y al compañerismo. Y el drogata se hace monitor de ski, el gay encuentra su media naranja en otro chico gay que resulta ser hijo del conserje, la profesora comprende que en realidad quien la pone a cien es el profe de Religión, la chocholoco se queda preñada pero decide no abortar gracias al apoyo de toda la clase, etcétera.

Y yo, con el mando a distancia en la mano, pensaba: tiene huevos. Vaya mundo de jujana se están marcando los astutos guionistas. El truco es leer el periódico cada día y meterlo en la serie, con la diferencia de que ahí adentro todo tiene arreglo y la vida puede ser asumida y resuelta con dos frivolidades y un lugar común. Lo malo es que todo eso rebota afuera, y en vez de ser la serie la que refleja la realidad de los jóvenes, al final resultan los jóvenes de afuera los que terminan adaptando sus conversaciones, sus ideas, su vida, a lo que la serie muestra. Ese es el círculo infernal que garantiza el éxito: un discurso plano y vacío, facilón, asumible sin esfuerzo. Los diálogos, elementales, como el mecanismo de un sonajero, pero revestidos de grave trascendencia. .Toda esa moralina idiota y superficialidad inaudita. Y me aterra que semejantes personajes irreales, embusteros en su pretendida naturalidad, tan planos como el público que los reclama e imita, se consagren como referencias y ejemplos. Pero ésa es la maldición de esta absurda España virtual y protésica de silicona, más falsa que un duro de plomo, tiranizada por la puta tele.

28 de noviembre de 1999

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