lunes, 15 de noviembre de 1999

La desgracia de nacer aquí


Ando a navajazos con los últimos capítulos de una novela, en esa fase final donde, saturado, llegas a detestar el trabajo y te acuchillas con tu propia sombra. De modo que ahora, al contrario de lo que hice durante año y medio, busco momentos de fuga, lecturas que nada tengan que ver con lo que llevo entre manos. Y una de esas lecturas ha sido un librito que contiene el Epistolario, la correspondencia de Leandro Fernández de Moratín.

Siempre me cayó bien don Leandro, desde que en el colegio leí un poco de El sí de las niñas. Luego, con el tiempo, reuní su producción teatral y cuantos libros hallé sobre la vida y obra de aquel hombre inteligente y lúcido que tuvo la desgracia de nacer en España; de vivir cuando las ideas de renovación y modernidad que empezaban a imponerse en Europa iban a ser barridas aquí por la reacción negra que siguió a la guerra contra los franceses. Desgarra la conciencia ver cómo Moratín, tal vez la más elegante y racional cabeza de la escena y la literatura de su tiempo, termina, como Goya y tantos otros de los llamados afrancesados, fugitivo y exiliado, siguiendo al gobierno del rey José en su retirada; él, que no era un hombre de acción sino apacible, culto y tímido, temeroso de la guerra, la Inquisición y la revancha de los vencedores, a cuyo carro —¡vivan las caenas!— se habían subido numerosos envidiosos, los oportunistas y los infames que en España no faltan jamás en tiempos de río revuelto. Y ese hombre de talento se extinguió oscuramente en Francia, amargado, mirando de lejos un país ingrato y miserable al que le daba miedo regresar.

Las cartas que Moratín escribe a sus amigos, en especial durante la última y trágica etapa, son tan españolas que dan escalofríos. Porque españolísimo es el panorama que describe, poblado de fanáticos, analfabetos, envidiosos, curas —"reclamando autoridad y leña para hacer hogueras"— y sinvergüenzas de todo pelaje. "Pocos agradecerán al autor las verdades que enseñe —escribe Moratín a Juan Pablo Forner— Tendrá por enemigos a cuantos viven de imposturas, y el Gobierno le dejará abandonado en manos de ignorante canalla". O cuando añade. "Si vamos con la corriente nos burlan los extranjeros, y aun dentro de casa hallaremos quien nos tenga por tontos; si tratamos de disipar errores funestos, la santa y general Inquisición nos aplicará los remedios que acostumbra".

Es terrible el drama de Moratín, como terrible es la historia de España. Cuando hace pocos meses, en un teatro, escuchaba a Emilio Gutiérrez Caba en su magnífica interpretación del personaje de don Diego en El sí de las niñas decir aquello de "esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece", no podía menos que pensar en el pobre autor de aquel texto, que en su momento tuvo un éxito clamoroso que le granjeó envidias y persecuciones para siempre, y en tantos otros talentos, hombres de bien, cabezas lúcidas, que fueron quemados, ninguneados, aplastados por la maldición histórica de sus mezquinos y caínes conciudadanos. "¿No es desgracia —escribe Moratín a Jovellanos— que cuanto se hace en utilidad pública, si uno lo emprende, viene otro que lo abandona o destruye?"… Pobre España, me decía, tantas veces a punto de levantar la cabeza, de salir de la oscuridad y el patetismo de pueblo y la incultura y la estupidez y la violencia; y cada vez que estuvimos a punto de abrir la ventana para que entrase el aire, vino un fraile con un haz de leña, o una invasión francesa, o un canalla coronado como Fernando VII, o un espadón descontento con las últimas medallas y la marcha del escalafón, y todo se fue de nuevo a hacer puñetas: otra vez el cerrojazo, y el triunfo de la sinrazón, y el exilio. Y la gente cobarde que lo mismo aplaude al libertador que al opresor si ve que todo el mundo lo hace; que lo mismo idealiza que arrastra por las calles sin transición, por oportunismo, por miedo, por simple supervivencia.

Así que pobre don Leandro Fernández de Moratín, pensaba yo al pasar las páginas de sus cartas. Considerándose, pese a todo, afortunado porque había logrado salir de aquí. Y pensé en la misma historia repetida en tantos tiempos y tantos exilios. En Antonio Machado, que murió como un perro, enfermo y apenado junto a la frontera; y en los otros que ni siquiera pudieron llegar a verla. Y al fin, con un estremecimiento, subrayé a lápiz unas últimas y terribles líneas: "Burdeos, 27 de junio. Llegó Goya, sordo, viejo, torpe y débil. Sin saber una palabra de francés".

14 de noviembre de 1999

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