domingo, 14 de mayo de 2000

El fantasma del Temple


Ha sido como volver atrás en el tiempo, regresando a la biblioteca del abuelo: el día de lluvia, la luz gris, los viejos volúmenes alineados en sus anaqueles. Un niño de diez años lee sentado junto a la ventana. El libro se titula El caballero de Casarroja y tiene las tapas encuadernadas en tela, con el nombre de Alejandro Dumas en la portada. Y el niño pasa absorto las páginas, sobrecogido por el drama que allí se relata: la historia de amor y amistad, la guillotina ensangrentada en los días tumultuosos de la revolución francesa, la fallida conspiración para liberar a María Antonieta, la triste suerte del pequeño Capeto, Luis XVII, hijo del monarca ejecutado. Ha pasado mucho tiempo, pero no olvido al niño que leía la historia de otro niño, el delfín de Francia arrancado a sus padres y por fin huérfano, su oscura suerte y su desaparición en el marasmo revolucionario. Yo tenía su misma edad, y como lector apasionado me proyectaba en cuanto leía: en cierto modo su suerte era mi suerte. Transitar por aquella novela, mediocre comparada con Los tres Mosqueteros, o El conde de Montecristo, me dejó sin embargo en el corazón cierto singular escalofrío. Hasta que el tiempo pasa, nunca sabes qué te echa la vida en la mochila. Y la imagen del pequeño Capeto, el misterio de sus años oscuros o su posible muerte, permanecieron en mí como permanecen los buenos enigmas de la vida, de la literatura y de la Historia, y más tarde se fueron completando con otros libros, Historia de dos ciudades, La Pimpinela Escarlata, algo leído en Balzac o en Feval o en Sue, la Historia de la revolución francesa de Thiers, la biografía María Antonieta de Stefan Zweig, y cosas así. Y es que a veces una lectura en apariencia intrascendente, cualquier página leída al azar en el momento adecuado, inicia una cadena imprevisible que lleva a páginas insospechadas, o a mundos complejos, apasionantes. Por eso me causan tanta hilaridad los estúpidos que desprecian un libro, cualquiera que sea; aún el peor escrito. Porque un libro es un libro pese a que en apariencia no tenga nada dentro, y nadie sabe nunca dónde puede saltar la chispa que abre tantos caminos mágicos. Que se lo pregunten si no a un par de amigos: uno empezó devorando El Coyote y ahora es un experto mundial en misiones franciscanas de California y en la huella cultural hispana en Norteamérica. Otro empezó con Los tres mosqueteros y El prisionero de Zenda, y ahora dirige la Biblioteca Nacional.

El caso, les decía, es que casi cuarenta años después de que yo leyese El caballero de Casarroja, una investigación realizada en las universidades de Lovaina y de Munster ha puesto punto final al misterio. Ha escrito el epílogo de esa historia a la que me asomé fascinado una mañana de lluvia en la biblioteca del abuelo. Muchas veces desde entonces reflexioné sobre la suerte del pobre crío inteligente y enfermizo, nacido para ser rey, que fue arrancado a su madre —drama escalofriante, háganse cargo, para un lector de diez años— y después entregado para su reeducación republicana a un brutal individuo, el zapatero Simón, que lo sometió a vejaciones y malos tratos, antes de perderse en las sombras sin que nadie pudiera esclarecer su suerte. Pero la vida imita a veces a las novelas: uno de los médicos que en 1795 hicieron la autopsia a un niño de diez años muerto de tuberculosis en la prisión del Temple, se había llevado el corazón del pequeño cadáver escondido en un pañuelo. Ese corazón, conservado primero en alcohol y luego momificado, anduvo en diversas peripecias durante dos siglos; hasta que hace unos días el análisis comparativo de su ADN con el de los cabellos de María Antonieta desveló el misterio: el niño muerto en el Temple el 8 de junio de aquel año era el hijo de los reyes de Francia; y su pobre cadáver terminó en una fosa común de París, cubierto con cal viva, Caso cerrado. Y ahora, por fin, casi cuarenta años después de mirarnos él y yo por primera vez a los ojos, el pequeño fantasma que tanto me impresionó al descubrirlo entre las páginas mágicas de El caballero de Casarroja ha respondido por fin a todas las preguntas y descansa en paz en mi memoria. En cuanto al viejo sentimiento de compasión, la verdad es que a estas alturas no sé qué decirles. El tiempo pasa, y cambia nuestro corazón, y aquel niño que leía en la biblioteca del abuelo pudo ver después, y no precisamente en novelas de Dumas, demasiados cadáveres de otros niños que también tenían diez años y estaban en fosas comunes. Y me pregunto, por ejemplo, cómo sería ahora España si aquí hubiéramos tenido la lúcida previsión de guillotinar a Carlos IV y a María Luisa, y a ese pérfido hijo de puta que luego reinó como Fernando VII alguien le hubiera hecho a tiempo una buena autopsia.

14 de mayo de 2000

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