domingo, 13 de agosto de 2000

Caín y Abel


Pues eso. Que Abel trabajaba como un auténtico hijo de puta, dale que te pego, todo el día con el rebaño para arriba y para abajo, esquilando, y ordeñando, y levantándose con el canto del gallo para irse a currar a los campos de su padre. Tenía callos en las manos y agujetas en los ijares, y el sudor le goteaba por la nariz, clup, clup; con aquel solanero que le caía en la espalda como una manta de plomo. Luego, cuando volvía a casa a las tantas, estaba tan hecho polvo que no le quedaban ganas ni de ver Cine de Barrio, ni de cumplir con la parienta ni de nada, y la verdad es que al pobre le importaba un pimiento que el humo de los sacrificios subiera recto al cielo, se desparramara por la tierra, o se pareciera a las señales en morse de los apaches. Pasaba mucho. Era un currante nato, vaya. Un estajanovista.

Caín era todo lo contrario. Tenía una jeta que se la pisaba, había salido más vago que el peluquero de Ronaldo, y no es que el humo de los sacrificios a Yahvé le saliera por la tangente; es que ni humo, ni sacrificios, ni nada de nada. Se pasaba el día tumbado a la bartola y tocándose los huevos. Su parcela ni la pisaba, y estaba toda sin sembrar y hecha un asco de zarzas y matojos, porque además Caín se había hecho enlace sindical —que en España es título vitalicio— y con tanta asamblea y tanto agobio y tanto luchar por los compañeros y compañeras, hacía años que se había olvidado de para qué sirven un legón y un arado.

Total. Que Adán, el padre, estaba encantado con Abel y hasta las narices de Caín, y tenía unas broncas espantosas con Eva, su legítima. Al mayor lo has malcriado con tanto mimo y tanta puñeta, decía. Estoy a punto de jubilarme y ya ves el panorama agropecuario, maldita sea mi estampa: lo de las ovejas va medio bien, pero la cosa hortofrutícola es un desastre, que si no fuera por los moros de las pateras ya me contarás quién cojones iba a ocuparse de los tomates y las lechugas, leñe, que tu Caincito no da palo al agua, y yo estoy a punto de jubilarme, y como en los años del Edén no coticé a la seguridad social, resulta que vamos a quedarnos con lo justo. Eso largaba el paterfamilias, muy mosqueado. Así que para ajustarle las cuentas al viva la virgen del hijo mayor, resolvió ir a un notario y hacer testamento dejándole a Abel, además de las ovejas y los chotos, las mejores tierras, las de adentro; con hierbas para pastar y campos para arar. Y a Caín, para darle por saco, le dejó las secas y áridas que estaban junto al mar, arenales llenos de sal, donde no había llovido nunca, ni llovería aunque cayera un Diluvio. Y luego de testar, Adán fue y se murió, descojonándose de risa. A ése le he jugado la del chino, decía. Ja, ja. La del chino.

Ha pasado el tiempo, y Abel sigue allí, sudando la gota gorda. Se pasa el día encima del tractor. La sequía le ha arruinado seis cosechas, las lluvias torrenciales cuatro, los girasoles que había plantado este año para trincar subvenciones comunitarias se los ha dejado hechos una mierda la plaga de la cochinilla de la pipa, y además, para redondear la temporada, la enfermedad de las ovejas clónicas locas le ha vuelto majara a la mitad del rebaño. Para más inri, su mujer lo obliga a veranear un mes entero en La Manga, y encima le ha salido un hijo neonazi y una hija finalista del concurso Miss top Model 2001 de Almendralejo del Canto.

Pero lo que peor lleva es lo de su hermano. Porque, con aquellas tierras secas y salinas que heredó casi en la orilla del mar, Caín fue a conchabarse con un constructor del Pesoe y con un alcalde del Pepé tan analfabetos como él, pero listos y trincones que te cagas, y las hizo parcelas, y consiguió permisos de construcción masiva y se inventó playas donde no las había, y en poco tiempo lo llenó todo de adosados y de bloques de pisos hasta el horizonte. Y aunque no hay agua, ni cañerías, ni cloacas, ni infraestructura adecuada; y todo cristo bebe agua del mismo tubo y chupa luz del mismo enchufe, aquello, hasta que reviente, parece Manhattan, con manadas de guiris y veraneantes y abueletes jubilados, ingleses con una cerveza en la mano y treinta en el estómago, alemanes que —como honrados alemanes—, denuncian al vecino porque el perro ladra, y subnormales nacionales que conducen con las ventanillas abiertas para que se oiga bien la música de bakalao en diez kilómetros a la redonda. Y de vez en cuando, para restregárselo por el morro, Caín invita a su hermano a comerse una paella en el club náutico del que es presidente fundador, y le enseña el último Mercedes comprado con dinero B que acaba de traerle uno de sus socios de Zurich, y a bordo del yate le pone los videos grabados en la casa que tiene en Miami, justo al lado de la de Julio Iglesias, hey. Y Abel mira a su alrededor; desesperado, preguntándose dónde carajo puede conseguirse a estas alturas una quijada de asno.

13 de agosto de 2000

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