domingo, 10 de septiembre de 2000

Chusma de verano


Maldita sea su estampa, que el verano muere matando. Quiero decir, y digo, que hasta el final le hace sufrir a uno sus más espeluznantes horrores. No me refiero —aunque también pongan la piel de gallina— a la tradicional fiesta de cumpleaños de Rappel ni a la mano en la cintura y el movimiento sexy, ni a los trescientos putones desorejados que han salido en la tele y los papeles contando cómo se lo hacían con Jesulín, ese ilustre garañón de media España, ni a Carmina Ordóñez, no menos ilustre ángulo de la bisectriz de la otra media.

Me refiero a los horrores sufridos en la propia carne, o casi. En realidad, la vida, que es muy borde, está llena de horrores de diverso tonelaje; lo que pasa es que, desde cierto punto de vista, los horrores de invierno suelen ser más llevaderos que los de verano, envueltos éstos últimos en cremas bronceadoras, camisetas de South Park, y vómitos de guiris e indígenas a las tres de la madrugada en la puerta del chiringuito. Por alguna ineludible ley de la naturaleza, agosto es un mes abundante en ese tipo de cosas, tal vez porque el calor hace fermentar la basura. En meses así, basta mirarnos a nosotros mismos con alguna lucidez para comprender la oportunidad ganada a pulso de las siete plagas de Egipto y el Diluvio Universal, y a los anarquistas majaras, y a los malos perversos que pretenden hacer estallar una bomba nuclear en los urinarios de Benidor y a los científicos mochales —no sé si se han fijado en que en las pelis tienen el mismo careto que Putin— dispuestos a meter virus mortales en los tarros de yogur de plátano de oferta.

Mi penúltima postal de verano me la sellaron la semana pasada en la gasolinera, entre la gente que se agolpaba en el mostrador para pagar la sin plomo, las barras de pan, las revistas o las botellas de agua mineral. Aguardaba paciente mi turno con la tarjeta de crédito en la mano, cuando un individuo que tenía prisa se metió casi por encima para adelantarse. No me importó el asunto, porque lo mismo daban cinco minutos más. Lo que me alteró el karma fue que el fulano, un tipo maduro y peludo que iba vestido con sólo un bañador y unas zapatillas pese a hallarnos a ciento cincuenta kilómetros de la playa más próxima, me restregó toda su sudorosa humanidad en el afán por arrimarse al mostrador, llegando a colocarme una axila en mitad del hocico. Una axila en la que un largo viaje por carretera había dejado inequívocas huellas. Nunca profesé en la regla de san Francisco, así que le aticé un codazo en el hígado con cuanta mala leche pude, que fue mucha, y luego dije «perdón» mirándolo con esa cara de loco que ponen quienes ya les dan lo mismo dos que veinte, y están dispuestos a romper un casco de botella y llevarse por delante a Cristo bendito, a Sansón y a todos los filisteos. Me miró como pensando anda tú, a ver qué le pasa a éste. Luego pagó y se fue tan campante. Pensando, a lo mejor, que ese chalado de la gasolinera se parecía un huevo al hijoputa del Reverte.

La otra postal es de una isla de la que hace cinco o seis años les hablé a ustedes, en un artículo titulado precisamente El chulo de la isla. Lamentaba entonces las maneras con que un militar de paisano había expulsado de la orilla —es zona militar del Centro de Buceo de la Armada— a los barcos y botes que fondeaban demasiado cerca; aunque luego supe que no era culpa del pobre hombre, un suboficial de marina, y que el almirante de entonces, que estaba bañándose allí con la familia, le había exigido que despejara el terreno porque le incordiaba la gente. El caso es que hace unos seis días volví al mismo sitio. Fondeé como muchos otros en seis metros de sonda, lejos, en el lugar adecuado, fuera de las balizas que marcan la zona prohibida. Pero comprobé que había docenas de barcos de todo tamaño pegados a la isla, chocando unos con otros y amontonados en la orilla, incluidos veraneantes (y veraneantas) que paseaban tranquilamente por la playa, bajo unos carteles enormes donde podía leerse sin ayuda de prismáticos ni nada: «Zona militar. Manténgase a 300 metros». Y debo confesar que entonces lamenté no ser almirante de la mar océana, para ordenar a los marineritos que desde tierra asistían impotentes a semejante putiferio —nadie les hacía maldito caso—, a despejar aquello con unos cuantos torpedos. Bum. Tocado. Bum. Hundido.

Y sin embargo, de aquella isla conservo una imagen que disipa todas las otras. Un hombre y su perro se bañaban juntos, mar adentro. Se veía la cabeza negra del animal junto a la de su amo, siguiéndolo fiel, chapoteando a su lado, girándose a esperarlo cuando se retrasaba. Y esa cabeza leal, enternecedora, oscura y peluda, obró de pronto el milagro de reconciliarme en el acto con miles de cosas que en ese momento detestaba con toda mi alma. Por ese perro, pensé, lamentaría que se ahogara el amo.

10 de septiembre de 2000

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