domingo, 2 de julio de 2000

La historia de Barbie


Juan Carlos Botero, escritor, amigo, hijo del pintor y escultor colombiano, se detiene en el umbral del hotel Casa Medina de Bogotá y retrocede, instintivo, al ver pasar a dos sujetos con mala catadura. «Joder —murmura—. Creí que eran sicarios». Y es que hay barrios de esta ciudad que de noche recuerdan ciudades en guerra, con las calles desiertas, alguna sombra que se mueve furtiva, los coches que circulan con los seguros de las puertas puestos, y los bares cerrados por la ley Zanahoria. El objetivo de esa ley es evitar que la gente, con alcohol y coches y artillería, beba y se mate entre sí a partir de la una de la madrugada. Ahora bebe y se mata antes de la una.

Hemos estado bebiendo ginebra azul mientras hablábamos de barcos perdidos, de piezas de a ocho, de cazadores de tesoros y de libros. Y también hemos estado hablando de Barbie Quintero. Barbie tiene veintiocho años, y se parece a lo más sombrío de esta Colombia descompuesta por el narcotráfico, la corrupción, la guerrilla y la miseria. Barbie es guapísima, pese a su escasa estatura, y resulta fácil imaginar la muñeca que era a los trece, cuando aún se llamaba Adriana Alzate y su madre la metió a puta en los bares de Medellín. Su madre había tenido diecisiete hijos, uno por año, casi todos con hombres diferentes, y desde los siete le daba a fumar bazuco. El padre era de cuchillo fácil, y todavía andará por ahí, alcoholizado y soplando droga, si es que no lo han matado ya. Salió de extra en la película La vendedora de rosas, y quiso violar a Barbie cuando ésta tenía once años. En la vida real lo llamaban El Rata.

Eran los tiempos en que Pablo Escobar pagaba dos millones de pesos por cada policía muerto. Barbie se acostumbró a los tipos duros: le gustaban. Hacía striptease para Los Calvos, Los Nachos, Los Priscos. Fumó marihuana, metió pepas y tuvo abortos, antes de tener documento nacional de identidad. Con su aire de muñequita rubia, los prójimos se la rifaban. Se espabiló rápido: cuando una banda visitaba el club donde ella abría las piernas, siempre elegía al más bravo y peligroso de todos; de esa forma sólo se la cepillaba uno y se ahorraba a todos los demás haciendo cola. Oyó decir muchas veces: «Tumben a ese hijueputa faltón», y luego, bang, bang. Allí los palmados se celebraban con tragos, droga, mujeres y canciones. Como los goles del Nacional, dice. Igualito que los goles del Nacional.

Un día, jugando a la ruleta rusa con uno de sus novios, al fulano se le fue un tiro de refilón que le dejó a Barbie una cicatriz en la sien izquierda. A los de Los Nachos los acompañaba en los asaltos y robos, recargándoles los fierros en las balaceras. Dice que ella nunca mató a nadie, sólo chuzó una vez a un taxista; aunque, eso sí, a veces pedía a sus amigos gatilleros que bajaran a algún faltón que se pasaba varios pueblos con ella. En esas anduvo cuando una noche llegaron doce de otra banda —los Calvos, precisa desapasionadamente— y les dieron plomazos y matarile a todos los hombres de la suya, abrasándolos de rey a sota. «A mi hombre le tocó perder. A mí me llevaron a un solar y me violaron. Los doce».

De allí, Barbie pasó a hacerse novia de los tombos, que es como aquí llaman a los policías, sin dejar de ser al mismo tiempo soplona de las bandas; y de esa forma, infiltrada, ayudó a hacerles emboscadas a unos y otros. «Les picaba arrastre —cuenta— y los llevaba hasta donde los bajaban a tiros». Luego se hizo mujer de El Ñatas, un sicario de medio pelo y pistola fácil, pero la estrella de éste se fue apagando y liaron el petate de Medellín; y cuando —El Ñatas tuvo el segundo hijo con su propia hermana, Barbie lo dejó y se puso a putear de nuevo en las zonas rojas de Muzo y Puerto Boyacá. Luego anduvo de cárceles por historias confusas que cuenta muy por encima, una de un robo de un millón de pesos y otra por el robo de un fusil y una granada a un policía. Terminó en el parche de la carrera 18, con una hijita a su cargo, otra con su madrina, y dos más grandes que le quitó el Bienestar Familiar para que los adoptara Dios sabe quién. La plata se la gastaba en ropa, maquillaje y drogas. La vida de Barbie cambió cuando conoció a Nohra Cruz, la presidenta de la fundación colombiana Nueva Vida, que intenta rehabilitar a chicas perdidas. «Para qué vender el cuerpo cuando hay talento, me dijo. Y yo lo tenía». Barbie dejó la calle por un trabajo en la fundación. También ha dejado la droga y a los hombres: ”Conocí a Dios y me alegro, porque no creía en él”. También entendió, dice, que es bueno perdonar a la gente. Que no siempre es necesario matarla por lo que te hace. Y cuando le preguntas por qué cuenta todo esto en público, sin miedo a que se lo cobren, te clava muy fijos los ojos azules y dice: «Porque todos los sicarios que eran amigos míos están muertos».

2 de julio de 2000

1 comentario:

Abelardo Martínez dijo...

Desde tiempos inmemoriales, el olor a sangre, quizás el tacto tambien, es un potente afrodisiaco para muchas barbies.Mujeres que se rifaban el vencedor en un combate de boxeo, incluso hasta el gallito de prisión, que cuenta con su propio harén en prisiones mixtas...como las colombianas, mexicanas, etc
No es algo nuevo, ya en la época romana, los gladiadores fornidos, vencedores en lances a muerte, eran plato exquisito de mujeres poderosas. En las prisiones españolas, el rito del fornicio se sigue a ultranza. Internos e internas que tienen espacios comunes, que se conocen, se guiñan el ojo y en cualquier rincón del gimnasio pegan un polvo furtivo, que no por ello menos salvaje. Cuando ya se conocen un poco más, formalizan los encuentros en vis a vis, según me comentaba el otro día en una de mis visitas, la subdirectora de una prisión; lo peor - me dijo -, es que allí tienen condones y casi nadie los usa, me imagino que será una muestra de poca hombría, no lo se, quizás sea por eso.