domingo, 17 de diciembre de 2000

Sin rey ni amo


Hace unas semanas mencioné aquí al fraile Caracciolo y al capitán Misson, los piratas buenos del Índico. Y unos cuantos amigos se han interesado por los personajes, preguntándome quién diablos eran esos pájaros y a santo de qué viene ese epíteto de piratas buenos, cuando se supone que un pirata es un perfecto hijo de puta que saquea, y viola, y mata, y cosas así, y es notorio que se empieza con ese tipo de cosas y al final se termina vaya usted a saber cómo. Votando al Pepé o haciendo trampas al mus.

Así que voy a contarles la historia de ese par de interesantes sujetos, que vivieron entre los siglos XVII y XVIII. Caracciolo era un fraile dominico napolitano, un poco golfo, que había leído la Utopía de Tomás Moro y soñaba con una república ideal basada en la liberté, la egalité y la fraternité. Una noche que andaba de furcias y vino, el fraile topó en una taberna con un oficial de la marina francesa que se llamaba Misson: joven, bastante cultivado, que como muchos marinos de la época andaba provisto de cultura filosófica, lógica, retórica y otras disciplinas humanísticas que ahora a nadie le importan una mierda, pero que entonces tenían su cosita y su encanto. Se hicieron colegas en el curso de una recia intoxicación etílica, y se comieron el tarro el uno al otro: Caracciolo convenció al marino de que la utopía era posible, y Misson hizo que el fraile se embarcara en el Victoria, que era su barco. Viajaron bajo el mando de un capitán llamado Fourbin, hasta que estando en las Antillas, y después de un combate naval con los inevitables ingleses, Fourbin palmó y Caracciolo, que era un tipo visionario y convincente, propuso a la tripulación nombrar a su colega Misson capitán y dedicarse al filibusterismo, y que al rey de Francia y a la armada real les fuesen dando.

Y dicho y hecho, pero con una notable diferencia. En vez del Jolly Roger, la bandera negra de los piratas, Caracciolo y Misson izaron una de seda blanca con la leyenda: Por Dios y la Libertad. Y dispuestos a hacer realidad el sueño de una república de hombres iguales e independientes, pusieron proa al océano Índico para materializar allí su utopía. De camino escribieron un código de conducta para sus hombres que habría causado depresión traumática a cualquier rudo bucanero de Jamaica o Tortuga, pues se establecía el trato humanitario a los prisioneros, la prohibición de emborracharse o de blasfemar y el respeto a las mujeres. Y lo cierto es que aquellos insólitos piratas predicaron con el ejemplo, pues cada vez que abordaron un buque lo hicieron sólo para aprovisionarse de lo imprescindible en aquel tiempo, -el oro era lo más imprescindible- o para reclutar nuevos ciudadanos para su república, como los esclavos de un barco negrero holandés, a cuyo capitán afearon muy seriamente su conducta antes de darle unas cuantas collejas y dejarlo irse.

En el fondo eran unos primaveras, supongo. Pero con una suerte de cojón de pato. Porque siguieron viaje como si tal cosa, empleando Caracciolo la larga travesía en adoctrinar a sus piratas para que fuesen buenos y temerosos de Dios, y en educar en gramática y humanidades —eso tuvo que ser digno de verse— a los mandingas liberados. Durante una larga temporada el Victoria anduvo de aquí para allá, capturando lo mismo barcos ingleses que portugueses o árabes, aprovechando cada presa para aumentar la flotilla y el número de tripulantes. Y al final, capitaneando una tropa bastante marchosa, se establecieron primero en las Comores y luego en Madagascar, donde al fin fundaron Libertatia; que fue, que yo sepa, una de las primeras repúblicas comunistas de la Historia, con estatutos que abolían la propiedad privada y obligaban a sus ciudadanos al trabajo y a la defensa común, so pena de inflarlos a hostias. Libertatia se convirtió en un activo nido de piratas al que se fueron uniendo con el tiempo destacados fulanos del oficio, como el capitán inglés Thomas Tew y otros elementos de alivio, reclutados entre lo mejor de cada casa. Y hay que reconocer que, pese a que asolaron las costas y las rutas marítimas, reuniendo un tesoro considerable, aquellos piratas, vigilados por el ojo filantrópico del ideólogo Caracciolo, se comportaron, dentro de lo que cabe, de una manera bastante decente.

Aunque parezca imposible, la aventura duró veinte años. Y luego pasó lo que pasa siempre: Caracciolo Misson y Tew se hicieron viejos, hubo desavenencias, y los indígenas malgaches vecinos, que aquello no lo veían muy claro y estaban de Libertatia hasta el gorro, asaltaron un día la república. Caracciolo murió allí, y Misson y Tew huyeron en los barcos, acosados por todas las marinas del mundo. Ya no eran piratas poderosos y buenos, sino proscritos fugitivos y cabreados, cuya única patria era la cubierta del barco que pisaban. Destrozada la utopía, se hicieron sanguinarios. Misson lo perdió todo en una tormenta, incluido el pellejo; y el capitán Tew, el último superviviente de Libertatia, murió de un tiro en el estómago durante un abordaje desesperado en el mar Rojo.

Y ese fue, triste como el de todas las utopías, el final de los piratas buenos del Océano Índico.

17 de diciembre de 2000

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