domingo, 21 de octubre de 2001

El siglo XXI empezó en septiembre


Cada cual tendrá sus ideas al respecto. La mía es que el XXI va a ser un siglo muy poco simpático, y el mayor consuelo es que no estaré aquí para ver como acaba. Lo pensaba el otro día, viendo una película antigua de Marlene Dietrich donde la gente celebra bebiendo champaña la llegada del año nuevo 1914 en la Viena austrohúngara -los pobres gilipollas-, y me acordaba del jolgorio con que el personal de ahora, incluidos, supongo, quienes estaban el 11 de septiembre en las torres gemelas de Nueva York, celebró la llegada del nuevo siglo. En cuanto a las cosas de actualidad, a la hora de teclear esto ignoro cuánto tiempo va a durar la crisis -algunos la llaman guerra- de Afganistán; pero estoy convencido de que sea cual sea el resultado más o menos previsible, no cambiará nada importante. La Historia que se escribe con mayúscula, la que nada tiene que ver con las que reescriben los paletos que se miran el ombligo en España, ni las Logse de Solana y Maraval, ni las comisiones ministeriales políticamente correctas, seguirá su curso como siempre lo ha hecho. Avanzando y repitiéndose en la inexorable -Toynbeana o Spengleriana, me da igual- confirmación de sí misma.

Creo haber recordado alguna vez que, del mismo modo que los siglos XVI y XVII sentaron las bases de la Europa moderna, el XVIII fue el tiempo de la lucidez y la razón, y acabó abriendo la puerta a la esperanza que galoparía a lo largo de todo el XIX: la revolución, la fraternidad, las ansias de libertad, justicia y progreso. Nunca estuvo el ser humano tan cerca de conseguirlo como en ese período en el que hombres honrados y valientes se echaron a la calle para cambiar un mundo injusto. Corrió la sangre a chorros, claro. La batalla fue larga y dura, porque los enemigos eran poderosos: el Dinero -el poder sin escrúpulos ni conciencia-, el Estado tradicional -el poder corrupto en manos de los de siempre- y la Iglesia -el poder del fanatismo y la manipulación del hombre a través de su alma-. Lo cierto es que hubo momentos en que estuvo a punto de lograrse, y así entró la Humanidad en el siglo XX: décadas que fueron turbulentas y terribles, pero también de esperanza, cuando el viejo orden se desmoronaba sin remedio y parecía que el mundo iba a cambiar de veras. Pero el enemigo era demasiado fuerte. La esperanza duró hasta bien entrada la centuria, tal vez hasta los años setenta. Entonces, viciada por la infame condición humana, tan natural al hombre como las virtudes que habían hecho posible la esperanza, ésta murió sin remedio. Tanta lucha y tanto sufrimiento para nada. A Emiliano Zapata y al Ché Guevara, quizás los dos símbolos más obvios de ese último combate, los asesinamos mil veces entre todos; y el injusto y egoísta orden resultante -presunto bienestar occidental, liderado por Estados Unidos, subordinación del resto- tuvo por metrópoli algo sin exacta localización geográfica pero con símbolos externos perfectamente identificables. Uno de esos símbolos eran las torres gemelas de Manhattan.

De aquellos sueños de redención del hombre sólo queda eso: la desesperanza. Ahora sabemos que la vieja y noble guerra no se va a ganar, y que en esta película triunfan los malos de verdad, los Gescarteras que después de cumplir tres o cuatro años de cárcel -eso en el mejor de los casos- disfrutan de lo que han trincado, y además se casan al final con la chica. Pero el mundo ha evolucionado para todos, incluso para los de abajo; ahora la técnica es barata y está al alcance de cualquiera. Y el coraje del hombre sigue intacto, en donde siempre estuvo. Lo pensaba esta mañana, mirando la foto del rostro crispado y duro de un niño palestino que arroja una piedra contra un tanque israelí. Con la importante diferencia de que, a medida que pasa el tiempo, las ideologías van dando paso al fanatismo, a la desesperación, al rencor y a la revancha. Y en ese territorio, desprovisto de control y de marcha atrás, ya cuenta menos cambiar el mundo para bien que ajustar cuentas con los responsables, imaginarios o reales, de toda esa desesperanza y esa amargura. Frente a eso, la tendencia natural del poder -una inclinación con siglos de solera- es el enroque: la represión, el bombardeo, el control de las libertades que tanto costó conseguir. Las calles llenas de agentes del orden, los ejércitos implicados en operaciones de policía internacional, los mercenarios del Estado -qué risa comprobar cómo tanto analfabeto parece haber descubierto ahora lo que está en cualquier libro de Historia clásica- que defienden las fronteras, mucho menos cómodas y tangibles que el limes del Rhin y el Danubio, de un imperio donde la amenaza ya no son los bárbaros, sino la rebelión de sus esclavos.

Como decía el viejo maestro de esgrima Jaime Astarloa a sus jóvenes alumnos -y disculpen que me cite-, no les envidio a ustedes las guerras que nos esperan.

21 de octubre de 2001

1 comentario:

Prudencio Hernández Jr. dijo...

Alucinante. .y perpetuo su escrito Maestro. La visión clara de un futuro que se arrastraba. Ha dejado su profecía que estamos padeciendo a mitad del 2014.
Un saludo desde el sur.