domingo, 3 de marzo de 2002

Cortaúñas y otras armas letales


Me parece hasta cierto punto lógico, oigan, que los gringos de Bush después de su heroica hazaña de Afganistán y las que vienen de camino, anden acojonados con la seguridad y el terrorismo y toda la parafernalia en los aeropuertos. Y que, por precaución, cuando son vuelos suyos requisen todos los objetos inciso-cortantes que sirvan para decirle a la azafata: Salam Aleikum, mi nombre es Med, Moha-Med, y cuéntale al piloto que vamos a aterrizar en la alfombra del Despacho Oval. Si yo anduviera por el mundo como van ellos, de chulitos de barrio y otra vez haciendo amigos como en los tiempos del entrañable Kissinger, premio Nobel de la Paz -el hijoputa-, también me subiría a los aviones con cierta congestión en la garganta. Así que resulta natural que cuando pasas con un sable de caballería bajo el brazo, el aparato haga tirurí, tirurí, y el rambo que masca chicle te confisque el sable. Están en su país y en sus compañías aéreas, de manera que con su pan se lo coman, y son muy dueños de intervenir todo objeto metálico, incluido el Diu de las barbies de las pequeñas Nancys que vuelan con sus papis a Disneylandia, que ahí me las den todas. Cada uno se lo monta como puede.

Lo que ya no me hace puñetera gracia es que contagien su histeria a todo el mundo. Si me subo en la Air Camerún, por ejemplo, o como se llame la Iberia de allí, es poco probable que un terrorista desalmado utilice un clip de sujetar papeles para degollar al piloto y estrellarse contra la estatua de la Libertad. Le pilla un rato lejos. Y es más: si de veras hace eso con un clip, olé sus cojones y la próxima copita se la pago yo, incluso aunque me pille a bordo, que ya sería mala suerte. Y lo que digo de Air Camerún lo digo de cualquier otra compañía. Una cosa es que confisquen cuchillos, navajas, bisturís y cosas así, y otra muy distinta que ya ni te dejen llevar encima los objetos cotidianos, domésticos, que no sólo es dudoso que un terrorista comme il faut utilice para sus homicidios y tal, sino que además necesitas tenerlos a mano. Factúrenlo, te dicen. Pero es que a lo mejor el objeto en cuestión te hace falta precisamente durante el viaje. Un cortaúñas, por ejemplo. A ver cómo te arreglas una uña en un vuelo trasatlántico de Iberia después de partírtela mientras intentas arreglar la luz de lectura del techo que no funciona. Además, ya me contarán ustedes, si sólo viajas con una bolsa de mano, cómo carajo vas a facturar un cortaúñas. Dónde le cuelgas la etiqueta.

La verdad es que ya hacemos el ridículo con tanta confiscación y tanta leche. No hay forma de comer con esos cuchillos de plástico que te dan ahora, que se parten o se doblan y con los que siempre terminas tirándole encima una patata hervida al vecino. En Nueva York me dejaron sin cortaúñas -imagínense un ataque suicida de tres integristas islámicos armados con cortaúñas-, en París sin cuchilla de afeitar, y en Madrid un amable guardia civil me informó de que ya no puedo llevar encima, cuando vuelo, la navaja suiza multiuso que me estuvo acompañando, en las duras y las maduras, durante los últimos treinta años de mi vida. La gota rebosó el vaso el otro día en el aeropuerto de Méjico, cuando la torda de seguridad me confiscó un mechero Bic de la bolsa de mano, después de haberle retirado a una señora que iba delante las pinzas de depilarse las cejas. Lo pintoresco es que además del mechero yo llevaba una caja de cerillas en la bolsa, y ésa no la detectó el aparato; de manera que, pese a tanta seguridad y tanta murga, de haber pretendido inmolarme al grito de Dios es grande, pegándole fuego a la moqueta del avión sobre el cielo de Cuernavaca, yo no habría tenido el menor problema. Manda huevos.

Y es que eso es lo chusco del invento. Lo mucho que toda esta paranoia de inspiración gringa incurre en la gilipollez. Puestos a quitarte unas cosas y dejarte otras -porque es imposible eliminarlas todas salvo que al final nos hagan viajar en pelotas-, ya me dirán ustedes qué diferencia va de unas pinzas de depilar al frasco de vidrio de la colonia que te dan con el neceser en los vuelos largos, un bolígrafo metálico, un tenedor, unos cristales de gafas de sol rotos de la forma adecuada. Recuerdo que, en mis jóvenes tiempos de vida heterodoxa y poco ejemplar, un viejo amigo me enseñó a convertir vulgares objetos cotidianos en armas bastante cabroncetas y letales -nacked kiff, creo que lo llamaba, o algo así-, y eso incluía un cordón de zapatos, un diario enrollado, una tarjeta de crédito, una chapa de cerveza o unas llaves. Así que, ya metidos a confiscar, calculen la lista. Porque siempre puede uno, metido en faena, estrangular a la azafata con el cinturón de Ubrique, degollar al del Sepla con el peine, o secuestrar el Boeing amenazando con la última canción veraniega de Georgie Dan. Con cualquier novela de Alejandro Gandara o Baltasar Parcel o con la lectura en voz alta -metafísica, oye, que te vas de vareta-, de la página de Paulo Coelho.

3 de marzo de 2002

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