lunes, 8 de julio de 2002

Mejorando a Shakespeare


Escribir novelas no tiene un punto final exacto, porque luego hay que acompañarlas un trecho por el mundo de la publicidad, y el mercado, y todas esas cosas que ayudan a que un libro se conozca y se lea más. Eso incluye giras artístico-taurino-musicales en plan Bombero Torero, donde a menudo uno se lo pasa bien, charla con los amigos, escucha a los lectores y demás. Pero no todo el monte es orégano. A veces pierdes demasiado tiempo explicándole a un fotógrafo que, aunque otros traguen, no estás dispuesto a dejarte retratar con sombrero mejicano. O pasa lo del otro día en una conferencia de prensa, cuando comenté que un autor o crítico, cuyo nombre no recuerdo, afirmó que los autores masculinos, incluso los mejores, fueron siempre torpes con el alma femenina, y que Ofelia, madame Bovary y Ana Karenina son, de algún modo, versiones travestidas de Shakespeare, Flaubert y Tolstoi, quienes proyectaron en ellas su punto de vista masculino. Tal vez sea cierto, dije. Y, consciente de ello, a la hora de trabajar en la protagonista de mi última novela hice cuanto pude por no caer en esa trampa. Que supongo, maticé, acecha a todo autor masculino cuando deambula por el complejo mundo de la mujer, donde las cosas nunca consisten en sota, caballo y rey. Al lector corresponderá decidir, concluí, hasta qué punto lo he conseguido o no. Eso fue lo que dije. Soy perro viejo en el oficio, y sé que ciertas cosas conviene detallarlas, porque el de enfrente, aunque -sólo en ocasiones, que esa es otra- tenga una grabadora, tiende a simplificar, y a buscar frases que valgan para el titular, y a veces no capta las ironías o los matices, o -cada vez con más lamentable frecuencia- es una mula analfabeta que no siempre tiene la certeza absoluta de si Flaubert se hizo famoso tirándose a María José en Gran Hermano o cantando con Chenoa en Operación Triunfo. Pues bueno. Les doy mi palabra de honor de que, aunque el comentario se interpretó correctamente en casi todos los periódicos locales, una de las crónicas simplificaba en corto y por derecho, afirmando: «Pérez-Reverte dice que Ofelia y Ana Karenina eran hombres travestidos».

No me enfadé mucho, la verdad. Para qué les digo que sí, si no. A estas alturas de la feria, y tras haber sido veintiún años miembro activo de uno de los oficios más canallas que conozco -las famosas tres pés: putas, policías y periodistas- uno sabe a qué se expone cuando abre la boca. Pero si la cierras te llaman arrogante y chulito, y se preguntan de qué va el asocial éste, que sólo se relaciona con el Washington Post. Pregunten a mi vecino el perro inglés, que lo vivió en su negra espalda hace mucho tiempo. De qué vas, te dicen. Que publicas pero luego andas de estrecho por la vida. Resulta que en tinglado de ahora eso de largar es inevitable, y uno juega con lo que hay; poniendo cuando quiere, eso sí, ciertos límite Pero tampoco es cosa de elegir todo el rato con quién hablas y con quién no, a este le doy una entrevista y a este que le vayan dando. La gente se ofende, con razón o sin ella. Intentas atender los requerimientos de tu editor, promoción, conferencias de prensa y canutazos de la tele incluidos -que esa es otra: resúmame en treinta segundos su puta novela-. Resignado de antemano, claro, a los inevitables daños colaterales, en manos de quien, a veces, pregunta dos chorradas y luego opina alegremente sobre una novela que a ti te llevó cincuenta años de tu vida, y que él ni ha leído ni la piensa leer nunca. Total, me dije. Que la próxima vez lo de Shakespeare y Karenina y la pava esa de la Bovary voy a dejarlo más claro si puedo. Y en la siguiente ocasión me amarré los machos. En cuanto dije hola, a la hora de contar lo del alma femenina, me apresuré a matizar. Hubo un tonto del culo en otro sitio dije, que cuando conté esto interpretó lo otro. Y yo quería decir exactamente tal y cual. Lo juro. Lejos de mi ánimo enmendarle la plana, o soñarlo siquiera, a los grandes de la literatura universal. Insisto. Mucho ojito. Sólo digo, fíjate bien, que conocer esa opinión, lo de autores masculinos travestidos y tal, me tuvo veintinueve meses obsesionado por caer en una posible trampa, que a Flaubert, que era un genio inmenso, tal vez se la traía bastante floja; pero que a mí podía hacerme polvo el personaje y la novela, etcétera. ¿Está claro?... Parecía estarlo. Incluso algunos redactores y redactoras conmovidos por mi inquietud, asentían con sosegantes movimientos de cabeza. Tranquilo, chaval. Nos hacemos cargo.

Flaubert y todo eso. Estás en buenas manos. Por la tarde presenté la novela y me fui con la satisfacción del deber cumplido. Esta vez lo tienen claro, pensaba. No voy a quedar otra vez como un imbécil. Pero me equivocaba, por supuesto. A la mañana siguiente, con el café, abrí un periódico local por la sección de Cultura. Titular: Pérez-Reverte presentó su novela. Texto: «No he caído en el error en que cayó Shakespeare. A diferencia de Ofelia, Madame Bovary y otros personajes de Tolstoi, mi personaje sí es una mujer auténtica».

7 de julio de 2002

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