domingo, 23 de febrero de 2003

Una de taxistas


Me gustan los taxis. Buenos días, lléveme a tal sitio, etcétera. En cuanto me acomodo en el asiento trasero, me dispongo a disfrutar de esos momentos en que todo se suspende, cuando lo inmediato no depende de ti, y te hallas en manos de otro que toma las decisiones. Lo bueno de ir en un taxi es que ya no estás en el sitio de antes y todavía no has llegado al otro. Un espacio para descansar, o reflexionar. Para cerrar los ojos, o mirar el mundo por la ventanilla mientras te mueves impunemente a través de él, en espera del siguiente episodio. Del próximo combate. Para quienes no soportamos conducir un automóvil por el territorio hostil de las ciudades, el taxi es como el cigarrillo del soldado, el café del funcionario o el carajillo del albañil. Una tregua. También me gusta observar a los taxistas, porque suelen ser gente interesante. Por lo general. Al moverse por el corazón de una ciudad se mueven también por el corazón de quienes la habitan. La suya es una magnifica atalaya de la vida humana, y en ellos intuyes el rastro de quienes han pasado por el asiento que ocupas. Muchos son lo que sus clientes han hecho de ellos, para bien o para mal. Y hay diversos tipos.

Ustedes tendrán su clasificación; yo tengo la mía: el Cliniswood, el Hincha, el Makoki, el Abuelo, el Fitipaldi, el Melómano, el Resentido, el Pelmazo... El Cliniswood, como su nombre indica, no abre la boca ni al final de trayecto para decir cuánto le debes -se limita a señalar el taxímetro- y acojona por lo serio, hasta el punto de que en los atascos no te atreves a decir que llegaríamos antes por la calle Leganitos. El Hincha pertenece al género futbolero: va escuchando a Gaspar Rosety, y frena de pronto para gritar gol, gooool, el hijoputa. El Makoki, por su parte, es joven, gasta chupa de cuero y patillas, siempre te tutea, y en versión femenina lleva a Luz Casal en el radiocasete y un espray antivioladores en la guantera. Quien siempre te habla de usted y conduce despacio es el Abuelo, veterano con el pelo blanco y una foto de los nietos en el salpicadero, diciéndole: yayo, no corras. Al Fitipaldi se le queda pequeña la ciudad entre frenazos y acelerones, cambia de carril y pasa semáforos en ámbar, jugándose su vida y de paso la tuya; y en cuanto coge la carretera de La Coruña pone el cascajo a ciento ochenta, con vibraciones que te hacen sentir como si tuvieras Parkinson. El Melómano suele ser callado, para en cada Stop y siempre lleva puesto a Mozart. En cuanto al Resentido, odia a la humanidad: insulta a los guardias, a las mujeres conductores, a las señoras con el carrito de la compra y a los niños que salen del cole, amenaza a los rumanos de los semáforos, y cuando un motorista le roza el espejo retrovisor de afuera, sale del coche muy cabreado empuñando un destornillador de dos palmos.

El Pelmazo es la única variedad que no soporto. El otro día me tocó uno, y casi echo las muelas. Vas en tu asiento sin meterte con nadie, viniendo de enterrar a tu madre, por ejemplo, o hecho polvo porque la legítima ha pedido el divorcio y se queda con la casa, el coche y el perro, o a lo mejor estás calculando mentalmente el tercio del cociente agregable a la división de un peso por el cuadernal móvil del que se suspende, y en ésas el taxista se pone a explicar por qué vota al Pepé o al Pesoe, a solucionar el problema vasco, o a hablar de fútbol. Ese fue el caso. El que me tocó en desgracia llevaba la radio con Bustamante a toda pastilla. Que ya tiene delito. Y cuando le pedí que bajara el sonido, hágame el favor, porque ya sólo me quedaba medio tímpano sano, lo hizo a regañadientes. Para vengarse, empezó a hablar de fútbol. Todo el rato en inexplicable plural -hemos ganado, jugamos el domingo en casa-, volviéndose de vez en cuando a asegurarme que ya era hora de que a Van Gaal lo echaran a la calle. Mi táctica de responder con vagos gruñidos y monosílabos poco alentadores, eficaz en tales casos, se estrelló en su verborrea liguera. Y el Aleti, me decía de pronto. Qué le parece a usted lo del Aleti. ¿Ein? Y se volvía a mirarme indignado, como si yo tuviera la culpa. Luego le tocó a Joan Gaspar. Al fin, a la desesperada, pregunté con perfecta cara de idiota quiénes eran esos Cásper y Vandal. Y oigan. Mano de santo. El fulano cerró la boca poquito a poco, mirándome por el retrovisor como si yo fuera gilipollas. Ya no dijo nada hasta el final del trayecto, limitándose a subir otra vez el volumen de la música. Después, cuando llegamos a mi destino y mientras me bajaba del taxi, comentó, sarcástico: “Usted sale en la tele, ¿verdad?...” Hay que joderse.

23 de febrero de 2003

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