domingo, 15 de marzo de 1998

Un chucho mejicano

La historia me la contó hace unos días Sealtiel Alatriste, que además de ser mi editor centroamericano y de prestarme su apellido para cierto espadachín del XVII, es amigo mío. Estábamos Sealtiel y el arriba firmante en una cantina de México D.F., con una botella de Herradura Reposado y unos mariachis cantando ‘Mujeres divinas’, que siempre nos pone nostálgicos; la misma canción que a don Ibrahim –ese compadre de la Niña Puñales y del Potro Mantelete- le despertaba en Sevilla añoranza de su juventud caribeña, portales de Veracruz y playas de Acapulco, el reloj de Hemingway, María Bonita y toda la parafernalia. Estábamos allí, les decía, ya con el nivel del tequila por debajo de la línea de flotación de la botella, y Sealtiel se puso a contarme cosas. Y entre ellas, la vida de Sami.

Sami es un perro callejero que vagabundea por la colonia del Valle de la capital mejicana, donde vive Sealtiel. Cuando luego, interesado por su historia, quise verlo, comprobé que se trata de un esmirriado chucho blanco con manchas negras, a medio camino entre un zorrillo y un pastor alemán, con un toque chusma. No es de esos canes que ladran a la gente, ni se acerca a olisquear a las señoras dejándoles manchas húmedas en el trasero, ni se aferra a la pierna de un transeúnte e intenta violarla dale que te pego, como hacen otros. Tampoco guarda las formas por educación, o timidez. Se trata de un perro misántropo y poco sociable, que no se hace ilusiones y se resigna a levantar la pata de vez en cuando para marcar su territorio que sabe perfectamente no le pertenecerá en su puta vida. Tal vez por eso –me informó Sealtiel- Sami, que es chucho pacífico, mostró siempre una radical conciencia de clase al pelearse exclusivamente, echándole huevos al asunto, con todos y cada uno de los perros de raza del barrio, grandes y bien alimentados, a los que sus dueños sacaban a pasear. Y claro. Un danés grande como un castillo le sacó un ojo.

Los vecinos se dieron cuenta por casualidad, pues Sami no se quejaba. Anduvo por la colonia tuerto y callado hasta que una vecina se dio cuenta, y compadeciéndose de él recolectó algunas decenas de pesos para llevarlo en su coche al veterinario. Y ahí Sami estuvo puritito charro y valiente, muy a la altura de las circunstancias: no mordió a nadie, ni orinó donde no debía, y ni siquiera dijo ándale, o híjole, o guau, que es lo menos que un perro mejicano puede decir en tales casos. Silencioso y estoico, fue devuelto a la calle vendado, cosido y curado, como si volviera con Villa de la toma de Zacatecas. Y los vecinos, impresionados por las maneras del chucho, empezaron a interesarse por él, a cooperar en su restablecimiento con huesos y medicinas. Gente que sólo se conocía de vista, que no se había dirigido nunca la palabra antes, se paraba en la calle a preguntar por Sami; y, como consecuencia, a interesarse los unos por los otros. La cosa se acentuó cuando a Sami lo atropelló un coche. Un equipo de emergencia compuesto por la dueña de la librería de la esquina, un señor a quien llaman ‘el licenciado’ –todos los vecinos ignoran su nombre-y la escritora Verónica Murguía, que también vive allí, lo envolvieron en una colchoneta y lo llevaron al veterinario; donde un par de vecinos más acudieron a interesarse por su estado, y antes de que entrara a cirugía le dieron una apresurada sesión de transmisión de energía positiva llamada reiki, ante el asombro de los veterinarios. Y se quedaron todos afuera, fumando, esperando, mientras a Sami lo operaban a vida o muerte.

Salió de ésa. Perdió la cola, tiene la pelvis hecha cisco y cojea. Lo he visto, y les aseguro que es una mierda de chucho; pero sigue vivo, come, defeca trabajosamente en las aceras, pasea su melancólica figura de veterano marginado, tuerto y lleno de cicatrices, por las calles de la colonia del Valle, y cuando suena la alarma de algún coche se pone a ladrar acompañándola, como si de ese modo quisiera pagar su deuda con el vecindario. Pero el número de gente que se detiene a hablar de él ha aumentado. Sus copropietarios se han convertido en una especie de cofradía extravagante, sentimental, que en una ciudad áspera y dura como es el D.F., donde cada cual va a su avío y no hay quien de noche circule a pie por miedo a un asalto o a un mal encuentro, se detienen a hablar, sonríen, se saludan, se interesan unos por la vida de los otros. Ese es el milagro de Sami: los hizo a todos mejores, y lo saben. El chucho.

15 de marzo 1998

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